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Se va Docobo

Ya sÉ que puede no ser noticia, en el sentido que hoy se le da a esas cosas, decir que cierra un establecimiento comercial de esta ciudad, sobre todo si se ubica en su parte llamada histórica.

Yo, por ponerme de ejemplo, y perdónenme por ello, me crie en la calle de La Raíña. Pues fíjense que en lo que llevo de vida han desaparecido del entorno más inmediato de mi casa prácticamente todos los establecimientos que existían en mi niñez.

Mientras yo fui niño e incluso jovenzuelo, entre las calles de El Franco, la dicha Raíña, la Rúa del Villar y la Rúa Nueva, y me quedo ahí porque si añado las de Huérfanas, Preguntoiro y Azabachería, ya se me desmadra la lista, pues en aquel entonces, digo, había en el espacio que así delimito, por lo menos, seis librerías, dos herreros y un fontanero, otros tres sastres, dos peluquerías de caballeros, que de las de señoras siento no haber llevado la cuenta, varias costureras y cuatro portales en los que se le cogían puntos a las medias, varias consultas de médicos y un laboratorio de análisis clínicos, una floristería, tres escuelas para niños, tres panaderías y luego todos los bares, bodegas y casas de comidas que ya iban, de aquella, haciendo tradición en la ciudad. Había, incluso, una tienda de leña, que existió hasta que llegaron las bombonas de butano. Y debo añadir, claro, las tiendas de comestibles, que fueron barridas por la irrupción de los hoy llamados supermercados. Y, ah, tres cines. Un carpintero y uno al que llamábamos el Funerario, que vendía ataúdes para el último viaje.

Con todo eso me parece que basta para hacer ver que esa era una zona con una relativamente importante actividad comercial, quizá de esas que hoy se llaman de cercanía. Y de todo eso ya casi no queda nada. Y digo casi porque es muy poco: espero no equivocarme, pero creo que ya solo son El de las Gorras, que era como nosotros le llamábamos, en la esquina de la Rúa del Villar con la Travesía de El Franco, Riande, el de la ropa, en la Plaza del Toral, el Gato Negro, entre los bares, en el tramo que va de El Franco a La Raíña, y en la propia esquina de este el recientemente cerrado Casa Camilo y, volviendo a la Rúa de El Villar, Docobo, que hoy suscita mi pesar. Y ya está. Creo que ya no queda nada más. Aviso, sin embargo, de que estoy escribiendo de memoria; seguro que algún vecino puede mejorar esta lista.

De las librerías no queda ninguna: González, Porto, Galí y Carballal, además de El Judío -con su atractivo sedicente de lo clandestino- y aquella otra de cuyo nombre, si es que lo tenía, no me acuerdo, que, en la Rúa Nueva, alquilaba a los chavales, para leerlas en el propio establecimiento, en un banco corrido, cuentos, revistas y novelas del oeste y que fue, con eso, el primer librero que nos introdujo a nosotros, los niños, en el hábito de la lectura. De todo eso ya digo que no queda nada. Para muchos, ya ni siquiera el recuerdo.

Los herreros estaban en la rúa de El Franco y Entrerúas. El fontanero en la dicha Raíña. Y de todos ellos tampoco queda nada. Yo echo de menos el ruido sincopado de sus martillos. Y podríamos sumarle a estos, aunque nos salgamos de la demarcación, el que estaba en esa que con tanta desproporción se llama Avenida de Rajoy, que era el que fabricaba aros para los niños y nos afilaba las agresivas puntas de los trompos, o peonzas, que se dice ahora, para reventar el de los contrincantes.

De las sastrerías aún acaba de cerrar sus puertas hace bien poco tiempo la de Pepecillo, que era la que confeccionaba las togas para los profesores universitarios y a la que considerábamos, por eso, la más elegante de todas. Pero tampoco queda ninguna. Algo más que las sastrerías, pero no mucho más, duraron las costureras, entre ellas mi propia madre, pero estos entonces eran negocios, si se les podía llamar así, más estrictamente domésticos, porque cada una trabajaba en su propia casa o en las del vecino que le hacía encargos, pero siempre de puertas para adentro. Y en este sector habría que incluir a las cogedoras de puntos de las medias que, en realidad, no eran más que una mujer humilde, con una banqueta y un pequeño cajón, sentada la vera de un portal y que desaparecieron en cuando cambió la textura (y el precio) de las prendas.

Y ya que hablo de un cajón, déjenme que también me acuerde de la señora que se colocaba a las puertas del cine Principal, sentada prácticamente en suelo, con uno también pequeño, minúsculo, ofreciendo caramelos para los niños y pitillos sueltos para los mayores.

De los bares y casas de comidas, permítanme que recuerde tan solo, además de la Casa Camilo y el Gato Negro, a las que primero desaparecieron, localizadas las dos a que me referiré, en la calle de La Raíña: El Lugo, casa de comidas, y El Lois, más bar. El Lugo tenía el comedor más grande de la zona y el Lois un reservado en el que, cada día, ensayaban algunos de los músicos más relevantes de la ciudad, como Miguel de Santiago y otros maestros de la Banda Municipal, por ejemplo, y que dejaban guardados sus instrumentos en una alacena con puertas de cristal que el dueño, tan aficionado a la música como ellos, les había preparado a propósito. A los niños, si estábamos callados, nos dejaban ir a escuchar, sentados en el suelo.

Ah, y hablando de estas sentadas, acabo de acordarme de otro singular establecimiento: una tienda de electrodomésticos que estaba en la esquina de El Franco con la Travesía de Fonseca. Verán: fue la primera en empezar a vender televisores. Entonces no los había en las casas, como ahora, pero los niños ya sabíamos de ellos. El dueño de esa tienda, a la hora del cierre, avanzada ya la tarde, en vez de cerrar del todo el establecimiento, dejaba una televisión encendida en su gran escaparate, con la pantalla hacia afuera y con el volumen alto para que los niños, sentados en la propia calle, tuviésemos un rato de ocio televisivo mientras él se tomaba la taza en el cercano bar Barbantes. Entonces no había tráfico al que se molestase con esa ocupación de la vía. Para nosotros era un momento importante del día y el más moderno, desde luego.

Ya sé que no sigo un orden, dejándome llevar tan sólo por las cosas que vienen a mi memoria a medida que completo renglones. Podría volver a hacerlo para mejorar la cosa, pero me temo que si le pongo orden perderé sentimiento. Perdónenme, pero déjenme.

Y vuelvo a la lista acordándome ahora de los cines. El relativamente elegante Yago, el otro que entonces nos parecía enorme, por sus varios pisos de balcones o plateas, como se diga, que solía ofrecer sesiones continuas, que se decía entonces, que consistían en proyecciones interrumpidas, tan largas como aguantase la paciencia del espectador, al que se le ofrecía la misma película varias veces seguidas. Y el Salón Teatro, más afecto a las proyecciones de materiales más infantiles y, por lo tanto, preferido por nosotros.

También me gustaría hablarles de las escuelas, sobre todo de la mía, que estaba en la casa de la plaza de Las Platerías, donde hoy han instalado un pequeño museo. Pero esta parte ya me emociona demasiado como para ser capaz de reducirla a un párrafo. Otro día.

Por el momento, déjenme que termine este artículo diciendo algo sobre Docobo, el que ahora también va a echar el cierre. Estarán de acuerdo conmigo, para empezar, que esta tienda tiene el escaparate más singular de la Rúa del Villar e incluso de Santiago de Compostela, y hasta me atrevería a añadir que de Galicia. Ahí pudimos ir encontrando todos los primeros recuerdos de Santiago con calidad y originalidad, nuestras navajas, mecheros y monederos, yo que sé, de todo, incluso de lo que nunca habíamos llegado a ver.

Siento que haya llegado su momento final, aunque entiendo las razones de su actual responsable para adoptar tal decisión. No puedo, sin embargo, olvidar las serenas y emocionantes conversaciones que, sentados ambos en la acera de enfrente del local, pude mantener con su padre, que también fue uno de los personajes más singulares de la ciudad. No lo olvidé hasta ahora y tampoco lo olvidaré de aquí en adelante. También tengo amistad con algunos de sus hijos, pero ellos comprenderán que me haya marcado mucho más la que tuve con su padre. Con él compartí muchas más cosas, aunque sólo fuese de palabra. Así que, cerrándose Docobo, también se cierra una parte de mi vida.

25 sep 2022 / 21:01
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