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Termodinámica Social y Entropía Sanitaria

    Probablemente, de las cuatro leyes de la termodinámica, postuladas por Nicolás Léonard Sadi Carnot en 1824, Rudolf Clausius y William Thompson en 1860, Walther Nernst en 1906-1912, y Guggenheim y Fowler en 1930, la más popular es la segunda, conocida como la Ley de la Entropía, la cual, en lenguaje laico, viene a decir que el grado de desorden en cualquier sistema aumenta hasta alcanzar un punto de equilibrio, que es el estado de mayor desorden posible.

    En la actualidad, la temperatura social está elevada; quizá todavía no lo suficiente como para alcanzar un punto de ebullición capaz de generar el estallido del derretimiento global; pero alarmante, por los distintos focos de calor geopolítico, desde el creciente analfabetismo autosuficiente norteamericano, o el desmedido apetito hegemónico asiático, hasta la fiebre de la Cuba feliz de los chivatos parroquianos, pasando por la apatía de una Europa en descomposición gradual. Debe ser el efecto de la sensación de hipertermia que genera la vacuna anti-COVID, la desazón corporal, la postración ideológica o el sentimiento asténico de la incertidumbre.

    Las contradicciones han generado una quiebra de la autoridad, porque la autoridad la da el conocimiento; no el cargo ni los plebiscitos. Quien desde el cargo es contradictorio, confuso o interesado, arruina su autoridad. Si, además, es un rostro gastado por la aburrida rutina, peor. Ya Eurípides decía en su Andromache del 426 a.C. que “las caras nuevas tienen más autoridad que las ya muy vistas”. Él mismo escribió años después en Ion: “la autoridad nunca está libre de odio”. Unos 2000 años más tarde, allá por el 1750, fue Samuel Johnson, en The Rambler, el que recordaba que “la autoridad legal y establecida no se resiste cuando está bien empleada”. Saber usar la autoridad es un arte y saber interpretarla es un deber.

    Napoleón decía en sus Máximas que “las personas que son amos de su propia casa no suelen ser tiranos”; pero, desgraciadamente, cuando falla la moral, la autoridad tiende al abuso, con la ayuda de los pusilánimes, porque “la mayoría de los hombres, después de un poco de libertad, prefieren la autoridad, con las garantías de consuelo y la economía de esfuerzo que trae consigo”, como apuntaba Walter Lippman en A Preface to Morals. En The Stones of Venice, John Ruskin escribía: “El hombre que le dice a uno, ve, y él va, y a otro, ven, y este viene, en la mayoría de los casos tiene más sentido de restricción y dificultad que el hombre que le obedece”. En sus Fábulas, en referencia al bufón y al aldeano, Esopo estampaba la ironía de que “los hombres, a menudo, aplauden una imitación y silban lo real”. Voltaire le daba una vuelta a la idea en su Diccionario Filosófico: “Los hombres, que generalmente van con la corriente, rara vez juzgan por sí mismos, y la pureza del gusto es casi tan rara como el talento”. Tras la sumisión y el abuso viene el desengaño, y entonces “la autoridad tiene muchas razones para temer al escéptico, ya que la autoridad difícilmente puede sobrevivir frente a la duda”. Así lo veía Robert Lindner en Must You Conform?

    A la autoridad perversa le molesta la separación de poderes; entonces, la justicia se convierte en una amenaza, hasta que la ideología ensucia la justicia y el juez antepone la opinión interesada a la neutralidad de la ley. En las reflexiones de Séneca se descubre que “la razón desea que el juicio que da sea justo; la ira desea que el juicio que ha emitido parezca justo”. La víscera ibérica es más potente que la razón y lanza juicios de valor que ponen en entredicho la humana ecuanimidad de la judicatura, por alta y constitucional que esta sea. La mancha ideológica del razonamiento jurídico se tropieza con los dichos morales de Publilius Syrus: “Un juicio excesivo es el primer paso hacia la retractación”.

    Cuando un juez o un profesional al servicio de la colectividad habla mal de sus colegas, habla mal de sí mismo, mina la autoridad de su cargo, cuestiona su credibilidad, y adultera el conocimiento. En palabras de William Penn, tomadas de Some Fruits of Solitude, “el conocimiento es el tesoro, pero el juicio es el tesorero del hombre sabio”.

    Entre la autoridad y la justicia no puede haber huecos de parcialidad. En su Ética a Nicómaco (Ethika Nikomacheia), Aristóteles lo sintetiza así: “Toda virtud se resume en tratar con razón”.

    Poca virtud, poca razón y poca justicia hay cuando se aprueba a quien ha suspendido, despreciando el esfuerzo y el sacrificio de quien trabaja frente a la desidia de quien consume recursos públicos subido al asno de la vagancia; cuando se asfixia fiscalmente a las clases que se prometió desahogo para conseguir votos; cuando se suben los impuestos en momentos de zozobra económica; cuando se multiplican los cargos públicos a dedo mientras se dispara el desempleo; cuando se cuestiona a la justicia y se burlan las leyes; cuando se financia la delincuencia institucional con dinero público; cuando se coarta la libertad de expresión y movimiento; cuando se impone la verdad oficial y criminaliza la disidencia; cuando se adoctrina desde la parcialidad ideológica y cultiva el pensamiento único; cuando se compran voluntades bajo chantaje; cuando se promueve el nepotismo regresivo; cuando se instrumentaliza la salud como arma política; cuando se implantan políticas sanitarias carentes de aval científico; cuando se corrompe el ocio y se condicionan las relaciones humanas; cuando se gobierna desde el caos autocrático, adornado de democracia e igualdad de género.

    La entropía sanitaria se retroalimenta con COVID. Ya no hay listas de espera; ya no hay muertes por otras causas; ya no hay salas atestadas de desocupados. La enfermedad se percibe, diagnostica y trata a distancia; esa distancia de seguridad que ayuda a ver las necesidades más lejanas; esa distancia que justifica la irresponsabilidad civil de los que se esconden tras las ventanillas para no exponerse a la turba infectada. La vacunación es la fuente de la redención total; es la marca de los salvados, de los elegidos para el arca de Noé. Todas las portadas están obligadas a exponer el número de vacunados, el éxito de la vacunación, las virtudes de las decisiones políticas. Se ha impuesto la desescalada. Las olas ya no se miden por su altura; son culpa del chapoteo de los jóvenes en las charcas del placer y de la libertad lasciva, que hay que abolir porque amenazan la circulación turística. Los voceros del reino ya han sido instruidos para un cambio de discurso. Los estados de alarma ilegales tuvieron justificación moral para salvar el colapso sanitario. Ahora es diferente; carecen de sentido moral y sanitario; solo son objeto de la avaricia de algunos caudillos autonómicos, acostumbrados al gusto de mandar sin contestación posible.

    La batalla ideológica de la COVID ha creado ejércitos de expertos autoproclamados que desde diversos púlpitos mediáticos siguen convirtiendo sus opiniones en dogmas, que se desploman al día siguiente bajo el peso tenaz de la realidad. Todo ello aumenta la entropía. Como las epidemias nunca vienen solas, empezamos a echar en falta una plaga de sentido común y sensatez que neutralice el desorden termodinámico en el que nos tiene sumidos esta ceremonia de permanente confusión sectaria, alimentada desde los cuarteles en donde se atrinchera la autoridad.

    La autoridad y la justicia no pueden estar enfrentadas en ningún contexto. El propio Napoleón decía que “en asuntos de gobierno, justicia significa fuerza y virtud”; y Publilius Syrus advertía que “el juez es condenado cuando el criminal es absuelto”. No hay razón política más poderosa que la razón de la justicia y quien la viola ensucia la virtud del buen gobierno. En sus Sátiras, Horacio afirmaba que “si estudias la historia y los registros del mundo debes admitir que la fuente de la justicia fue el miedo a la injusticia”; y “la justicia es el derecho de los más débiles”, afirmaba Joseph Joubert en Pensées.

    La justicia no puede ignorar la psicología humana y las circunstancias que la condicionan. En The Sorrows of Priapus, Edward Dahlberg escribe: “Los hombres son demasiado inestables para ser justos; son secos porque no han sido pasados por agua a la hora habitual; son irascibles porque no han sido acariciados ni elogiados”. Para Cicerón había una diferencia entre la justicia y la consideración en las relaciones de uno con sus semejantes. En De Officiis expresaba que “es función de la justicia no hacer mal a los semejantes; de la consideración, no herir sus sentimientos”.

    La justicia no es dura ni blanda sino sensible y equilibrada. “La justicia siempre es violenta con la parte infractora, ya que cada hombre es inocente a sus propios ojos”, decía Daniel Defoe en The Shortest Way with the Dissenters. La justicia nunca debe renunciar a la flexibilidad de la inteligencia ni debe doblegarse a la vulnerabilidad de los afectos. Según Thomas Fuller, “una justicia rígida es la mayor injusticia...un juicio no es justo donde el afecto es juez”.

    Las leyes tienen que ser acordes a la naturaleza de cada contexto; de lo contrario, la víctima de una ley demasiado severa podría ser considerada un mártir en vez de un criminal, como insinuaba Charles Caleb Colton en Lacon.

    Cuando se alcance el caos absoluto y la termodinámica social alcance su máximo nivel de entropía, habrá que empezar a construir un modelo donde la autoridad, la justicia y el conocimiento convivan bajo el mismo techo, sin olvidar, con Aristóteles, que “los desafortunados necesitan personas que sean amables con ellos; los prósperos necesitan gente con la que ser amables”.

    Nadie se explica por qué...

    Mientras la entropía sanitaria se expande, nadie explica por qué hay nuevas olas con el 50% de la población vacunada. Nadie explica que un 20% de la población no responde a las vacunas; que un 40% de los vacunados tienen un nivel de anticuerpos insuficientes para garantizar una vacunación efectiva; que hay más de un 10% de vacunados que se están infectando; que las personas infectadas pueden reinfectarse cuando los anticuerpos desaparecen de su sangre porque se quedan sin memoria inmunológica; que el que una persona responda o no a la vacuna depende de su genética, de su sexo y de su status inmunitario; que el certificado de vacunación no sirve para nada si no se garantiza un título de anticuerpos suficiente post-vacuna; que sigue habiendo centros médicos a los que no se les ha facilitado una vacunación masiva para protección de los sanitarios; que no tiene sentido cerrar restaurantes u obligar a hacer PCRs para entrar en lugares proscritos mientras el virus circula libremente en autobuses, trenes y aviones donde los usuarios viajan hacinados; que desde hace un año ya se sabía que la tasa de infectados aumentaba entre los jóvenes; que sigue habiendo un 20% de personas asintomáticas que pueden ser portadoras y diseminadoras del virus dentro de su entorno sociofamiliar y laboral; y que no parecen muy justas las restricciones nacionales mientras los huéspedes extranjeros cabalgan a sus anchas por el ruedo ibérico.

    26 jul 2021 / 01:00
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