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Conan, el Bárbaro

¿CONOCE USTED A ALGÚN CHAVAL que no haya soñado alguna vez con ser Superman, Batman o el increíble Hulk? ¡Ja! Pues yo, tampoco.

Cuando era un tierno infante, me dedicaba a leer con avidez múltiples cómics de superhéroes, ¡como no podía ser de otra manera! Mis favoritos eran, principalmente, los de la factoría Marvel es decir, los que narraban las aventuras de Spiderman, el Capitán América, los 4 fantásticos (me chiflaban), el hombre de hierro, los Vengadores... Pero, ¿cuáles eran las características comunes, compartidas por dichos superhéroes? Pues básicamente cuatro: 1/ Que todos ellos eran contemporáneos, es decir, sus peripecias estaban situadas -cronológicamente- en el mundo actual y en ciudades reales (Nueva York, Los Ángeles, Chicago, etc.) 2/ Que todos ellos poseían increíbles superpoderes, naturalmente; 3/ Que todos ellos vestían extravagantes -y multicromáticos- leotardos ajustados, lo que resaltaba sus pétreos y apolíneos físicos; y 4/ Todos estos personajes de ficción venían del puño y letra del mismísimo Stan Lee, un editor-guionista norteamericano de gran ingenio, talento y talante, que recientemente nos ha dejado tras una larga y fructífera existencia.

Sin embargo, mi héroe favorito de cómic nunca vino de la firma de Stan Lee, sino del malogrado Robert. E. Howard (uno de los considerados padres del subgénero “espada y brujería”, junto con J. R. R. Tolkien), un hombre que en vida jamás conoció las mieles del éxito; y muy al contrario que el longevo y exitoso creador de la factoría Marvel, Robert murió arruinado, acuciado por las deudas y los problemas personales: así es que el 11 de junio de 1936 y sentado en la parte delantera de su Chevrolet, y con un Colt del calibre 38 apuntando a su cabeza, Howard simplemente apretó el gatillo... a la edad de 30 años. Pero centrémonos en el legado de este genio de la narrativa, y en su más célebre personaje, con la intención de honrar su memoria, su trabajo y su inmensa capacidad fantástica.

Lo curioso del asunto es que, como les contaba, mi personaje favorito (desde que cayó en mi poder la primera de sus aventuras, una historia narrada en blanco y negro) en realidad no tenía nada que ver con todos esos superhéroes metrosexuales dando por ahí brincos, pues se apartaba absolutamente de todos los cánones-estereotipos impuestos por la factoría Marvel: 1/ El protagonista no era un superhéroe sino que era un tipo de carne y hueso aunque, eso sí, más cuadrado que un cubo de Rubik; 2/ No pertenecía a nuestra era sino a épocas muy -pero que muy- pretéritas, encuadrándose sus gestas en un mundo fantástico, en una tierra regida a capa, espada y brujería, llamada tierra Hiboria; 3/ El personaje tampoco hacía gala de extravagantes leotardos o atuendos, sino que viajaba más bien ligerito de ropa por el más agreste de los parajes; y 4/ Sus peripecias se narraban en otro formato distinto, no pintarrajeado en colorines sino en riguroso blanco y negro, lo que imprimía a la factura un tono mucho menos infantiloide y sí mucho más granado... ajá: estamos hablando de Conan, el bárbaro.

¡Por supuesto! Damos por sentado que blandir los mejores aceros toledanos, con una gran pericia y acierto a la hora de cercenar miembros y segar vidas, imbuían a nuestro protagonista de un magnetismo sexual irresistible, haciendo que las bellas damiselas que aparecían en sus aventuras -también muy ligeritas de ropa, debo añadir- sucumbieran febrilmente a los encantos del salvaje. ¡Por Ishtar! El Imberbe SC sólo quería saber cuál es el secreto del acero (y por tanto de tan magnífica puesta en escena), secreto celosamente guardado por Crom, el Dios de las montañas, a lo cual SC devoraba febrilmente las acromáticas gestas de Conan, como quien se atraca de palomitas frente al televisor.

¿Un pequeño spoiler? ¡Venga! Conan adquirió ese férreo carácter ya de jovenzuelo cuando, una vez masacrada su aldea (en las tierras norteñas de Cimmeria) sus captores lo acaban vendiendo como esclavo y encadenándolo a la rueda del dolor, para que muriese de agotamiento. Pero, contra todo pronóstico, nuestro héroe supo sacar provecho de tales penurias, encaramado como estaba a uno de los enormes radios de la rueda desde donde empujaba, empujaba, empujaba... CREEK, CREEK-CREEEEKK! Pero al contario que sus camaradas cautivos, enclenques todos ellos, Conan se hacía más y más fuerte: a cada latigazo que recibía -¡PLACA!-, sus dorsales se cubrían de una gruesa pátina de músculo; a cada vuelta en el molino, sus pectorales no hacían más que hipertrofiarse... ¡por no hablar de sus muslos, que brotaban de entre sus roídas vestiduras depilados, masivos y más aceitados que un pollo al horno!

Su pericia con los aceros toledanos llegaría poco después, cuando un perspicaz lanista que pasaba por allí pudo ver el potencial del musculoso muchacho. De ahí, nuestro protagonista pasaría a comenzar su instrucción en las más prestigiosas escuelas de lucha, para ser entrenado por los más avezados maestros. El adoctrinamiento en el arte de la guerra llega a su clímax cuando uno de los sabios le pregunta a Conan: ¿Que es lo mejor de la vida?, a lo cual éste responde: “Masacrar enemigos, arrasar sus aldeas y oír el lamento de sus mujeres”. Así arranca la frenética trayectoria del ladrón de Zamora; del mercenario más osado de la Tierra Hiboria; del hacedor de viudas.

Pero, contraponiéndose a sus zafios modales, salían a relucir siempre sus nobles intenciones y los códigos de honor más intachables; su camaradería y sentido de la justicia, a la hora de ayudar al necesitado o de rescatar a la damisela en apuros, eran incuestionables... Conan siempre estaba ahí. Robaba solo a los ricos o a los malvados de corazón; castigaba a los tiranos y a los brujos malignos; era un espíritu libre que no se casaba con nadie, y en el amor se regía por el vive y deja vivir, salvo en el caso de la zíngara Belit, tan salvaje ella como él, una intrépida corsaria que estaba para tomar pan y moja pero que trágicamente acabaría asesinada por un monstruo prehistórico... en efecto: tal era mi tesón para con la saga (debo confesar) que no faltó la lagrimita recorriendo la mejilla.

¿Sabe qué? No sé si se ha fijado, pero esta sociedad híper-civilizada e híper-estructurada (en la que uno ya no se puede ni toser sin que le pongan una multa) vivimos regidos cada vez por más normas y códigos de conducta: esto sí, esto no; avance-frene; calle-hable; pare-cruce; tire-empuje... Pero, ¿acaso somos ahora más felices que antaño? Y no hablo del paleolítico inferior sino, pongamos por caso, los anárquicos años ochenta; cuando reíamos, bebíamos, fumábamos y nuestros amigos eran personas reales, de carne y hueso.

Han pasado bastantes años desde la movida ochentera, pero todavía a día de hoy -y de cuando en vez- un veterano espalda plateada acude a su vieja estantería de coleccionables, con la intención de evadirse un poco de este encorsetado mundo que nos ha tocado vivir; y cada vez que humedece sus dedos con la intención de avanzar entre las secas y cuarteadas páginas de la saga, revive por unos instantes aquella libertad salvaje: vuelve aparecer el héroe para enfrentarse a su malvado archienemigo, el brujo Thoth-Amón (de la lejana Estigia) con sus retorcidos cuernos de carnero emergiendo de la testa; vuelve el contrabando de flores de loto entre Nemedia y Britunia; retornan los juramentos tabernarios, fraguados a base de escupir aguardiente, tajo de cuchillo y apretón; vuelven los fosos con cocodrilos, las escaladas nocturnas a la más alta de las torres y el desenvaine silencioso de las más afiladas dagas; se reviven los juegos de dados y las trifulcas etílicas en los más oscuros callejones de Shadizar, la Perversa... ¡Ja! Y los malhechores, todos ellos sin excepción, ven perdido su orgullo (cuando no la cabeza) al toparse con el justiciero brazo de Conan.

EL OBJETO DE ESTE ARTÍCULO ES SÓLO ORIENTATIVO. CONSULTA CON TU MÉDICO Y/O ESPECIALISTA CUALQUIER CAMBIO EN TU DIETA O ENTRENAMIENTO

03 ene 2021 / 01:00
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