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Erratas

cada uno lleva en su vida su cruz particular que, como el buen desodorante, nunca lo abandona. Otros hay que cargan con todo un calvario, a todo hay quien gane. En mi caso particular, entregado como estoy a la manía funesta de escribir, pareja de la todavía más funesta de pensar (el colmo de los colmos es escribir lo que se piensa), las erratas son un verdadero sufrimiento del que no consigo librarme, y así, cuando después de dos o tres revisiones abro un libro o un periódico en los que he escrito algo, ¡zaca!, hete aquí que salta la liebre en modo errata y a mí me sube la tensión de pura impotencia.

Editores, impresores, cajistas y escritores han luchado desde siempre contra ellas, pero en vano. Antes, las editoriales de alto rango tenían equipos de perspicaces correctores. Los había que silabeaban en voz alta, línea por línea, todas las páginas del libro para cazarlas y solían salir con bien del monótono trance. Los manuscritos que Otero Pedrayo enviaba a EL CORREO GALLEGO eran una tortura para el cajista, al que las erratas se le disparaban. Si estaba enfermo, el artículo no podía salir. Anxel Fole pasó de la mano a la máquina, pero con esta las erratas se le multiplicaban. La errata, dice el ingenioso Ramón Gómez de la Serna “es un microbio de origen desconocido y de picadura irreparable”. Vive en las líneas de las páginas y juega con sus captores al escondite –añado yo– y crece en manadas. Acabas con una y al minuto ya tiene suplentes.

Cuentan que a Neruda lo desquiciaban, que Lord Byron desafiaba al editor con suicidarse si veía una, que Borges las consideraba todo un género literario y que Bryce Echenique había amenazado al editor Carlos Barral por las setecientas cincuenta que su mujer y él habían localizado en la primera edición de su novela Un mundo para Julius. Es leyenda que Gutenberg fue el primer suicida “por errata” y que el primer presidente de la ONU no fue elegido por unanimidad, sino por “una nimiedad”. En fin, el cardenal Tarancón no resultó electo, sino “erecto” para entrar en cierta congregación. Un célebre editor perseguía las erratas “con podadora, insecticida y escopeta” y ni así. No falta quien opina que a veces la errata mejora el original y que en ocasiones tiene su salsa picante, satírica y humorística. Este es el caso del verso de un poeta cubano, melifluo y mariposón, cuyo verso “Yo siento un fuego atroz que me devora” convirtió el editor Altolaguirre en “Yo siento un fuego atrás que me devora”, con la consiguiente escandalera en el gremio de los vates habaneros.

En lugar de seguir con esta casuística seré honesto y les citaré la fuente: el muy entretenido Vituperio (y algún elogio) de la errata (Ed. Renacimiento, 2013), de José Esteban. Se van a ilustrar y a divertir. Dos por uno. Verán que sí. Atiendan esta sincera recomendación, que además es gratis.

12 mar 2021 / 01:00
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