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de la roca y mezquita de Al-Aqsa

No cabe duda de que se podría decir de Jerusalén que es la ciudad más sagrada del mundo, pues las tres grandes religiones monoteístas, que reivindican su descendencia bíblica de la familia de Abraham, la consideran su centro religioso por antonomasia. Cada una de ellas creó una descendencia legendaria de Abraham, a su manera, y cada una de ellas venera en la ciudad sus propios monumentos.

Para los judíos, el Primer Templo, erigido por el rey Salomón en el siglo X a.C., habría estado situado allí, en el monte del Templo, que es la actual zona en la que se supone que se alzó ese santuario; y también el Segundo Templo, del que solo quedaría en pie su muro occidental. En el judaísmo Jerusalén es considerado como Misrach, es decir, como el lugar hacia el que debemos orientarnos mientras realizamos nuestras oraciones. Jerusalén, antigua capital del reino de Israel, sede de su templo, fue y sigue siendo para los judíos una ciudad sagrada. Una ciudad diferente a todas las demás, pues desde allí se podría ascender al cielo al final de los tiempos, cuando tenga lugar el Juicio Final.

Evidentemente para todos los cristianos Jerusalén es el escenario en el que tuvieron lugar episodios esenciales de la vida de Jesús, desde su presentación en el Templo, siendo todavía niño, hasta su ejecución y su resurrección. Allí está el Monte Gólgota y allí se da culto en la iglesia del Santo Sepulcro al lugar de su tumba, ya que no se puede tributar culto a ninguna parte física de su cuerpo, como a los de algunos santos, por haber ascendido al cielo en cuerpo y alma. Se da la paradoja de que las dos personas más importantes en la historia cristiana de la salvación no dejaron en la Tierra resto alguno de sus cuerpos, y por eso la sacralidad de Jerusalén se centra más en los propios lugares que en los cuerpos mismos.

Desde que la madre del emperador Constantino, Helena Augusta, llevó a cabo su peregrinación a Jerusalén, comenzó allí el culto a los Santos Lugares y a objetos que fueron considerados como medios o instrumentos de la Pasión, como la madera de la cruz, por ejemplo. Muchos de ellos hoy son considerados más como ilusiones creadas por algunos excesos de la devoción que como testimonios históricos reales; sin embargo de lo que nadie puede dudar es de la sacralidad de los lugares y de la ciudad misma. Por eso desde la antigüedad esa ciudad fue un destino privilegiado de las peregrinaciones cristianas.

Para el islam, la más joven de las tres religiones de los pueblos descendientes de Abraham, hay muchas cosas sagradas compartidas con judíos y cristianos, y muchas de ellas se sitúan precisamente en la ciudad de Jerusalén, también su capital sagrada en cierto modo, así como su lugar de peregrinación.

A Jerusalén llegó Muhammad, según la tradición islámica, en un viaje milagroso que le llevaría allí volando en una sola noche desde la Meca, un viaje que es conocido como Isra, y desde allí también ascendió al cielo en su Meraj. Dice el Corán (17: 1): “Gloria a Él, que hizo que su sirviente viajase por la noche desde el sagrado lugar de adoración (la mezquita Haram de la Meca) al más lejano lugar de oración (la mezquita de Al-Aqsa en Jerusalén), cuyo entorno hemos bendecido para mostrarle a Él algunos de nuestros signos. Sólo Él es quién todo lo oye y todo lo ve”.

Muhammad recibió la orden de llevar a cabo ese viaje y fue llevado por los cielos por el arcángel Gabriel sobre un Buraq, un caballo alado, sobre el que también ascendió a los cielos durante una noche del año 621 d. C. Su viaje es considerado a la vez como un viaje material y espiritual. El lugar exacto desde el que ascendió al cielo está bajo la Cúpula de la Roca, que es uno de los monumentos religiosos más importantes de todo Oriente Medio, pero cuya construcción es muy posterior al año de la muerte del Profeta. Fue el califa omeya Abd-al-Malik ibn Marwan quien hizo erigir el santuario como un lugar de peregrinación, en una de cuyas piedras podría verse la huella en la que puso sus pies al iniciar su ascenso al cielo y de nuevo al regresar de él.

Fue como consecuencia de esa milagrosa ascensión celestial como nacieron las oraciones diarias que debe recitar cada musulmán, tras haber mantenido el Profeta un encuentro con Abraham, Moisés y el mismo Jesús en el lugar en el que se alza la mezquita de Al-Aqsa, también en Jerusalén. En ese viaje Muhammad, al igual que ocurre en los relatos de los viajes celestiales en el cristianismo y el judaísmo, va traspasando distintos umbrales, custodiados por diferentes ángeles.

En el primero de los cielos Muhammad vio a un hombre muy alto. El arcángel Gabriel le explico que era Adán. “Entonces Muhammad dijo: Assalam Alaikum (que la paz sea contigo), y Adán le replicó con el mismo saludo, terminado ambos pidiéndose mutuamente perdón. Al llegar al segundo de los cielos Muhammad se encontró con Isa (Jesús) y Yahya (san Juan Bautista) y todos se saludaron diciendo Assalam Alaikum, que la paz sea con vosotros. Luego él, rezando, les pidió perdón, y ellos también rezaron por él, y luego le dijeron: “Bienvenido, ¡oh virtuoso hermano y virtuoso profeta!”(Subhani, 2006).

A comienzos de la historia del islam los musulmanes, como los judíos, rezaban en dirección a Jerusalén, y solo posteriormente cambiaron la orientación de sus rezos hacia La Meca, en el año 624. Jerusalén, a pesar de ese cambio, siguió siendo para los musulmanes el tercero de sus lugares sagrados, después de La Meca y Medina.

Judíos, cristianos y musulmanes consideran sagrada por igual la ciudad por antonomasia: Jerusalén. También comparten muchas de sus ideas y creencias y reivindican un padre común, el patriarca Abraham. Jerusalén, el yacimiento arqueológico más excavado del mundo, fue una ciudad judía, conquistada por los babilonios, los persas, los griegos, los romanos, los musulmanes, los cristianos bizantinos, los cruzados, y acabando por formar parte del dominio colonial inglés en Palestina.

Millones de personas han sentido la nostalgia de no poder volver a Jerusalén. Pero esa nostalgia ha tenido un doble rostro, el del amor y el odio. Dice el Salmo 137: “¿ Cómo podríamos cantar/ un canto de Yahveh/ en una tierra extraña?/ ¡Jerusalén, si yo de ti me olvido,/ que se seque mi diestra!// ¡Mi lengua se me pegue al paladar/ si de ti no me acuerdo,/ si no alzo a Jerusalén/ al colmo de mi gozo!// Acuérdate, Yahveh/ contra los hijos de Edom,/ del día de Jerusalén/ cuando ellos decían: ¡Arrasad,/ arrasadla hasta sus cimientos!/ Hija de Babel, devastadora, feliz quien te devuelva/ el mal que nos hiciste/ feliz quien agarre y estrelle/ contra la roca a tus pequeños”.

Tras siglos y siglos de odios y guerras, que vemos seguir vivos cada día, deberíamos darle una oportunidad a la paz y la compresión, acordándonos de ese momento en el que, acompañados por el arcángel Gabriel, Muhammad, Jesús y Juan Bautista se dieron la paz y se pidieron perdón en el Cielo.

11 dic 2020 / 00:00
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