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R. Wrangham: cómo la cocina nos hizo humanos

Hará un año aproximadamente, en medio de mis “batidas” para hacerme con los mejores libros de nutrición y ciencias afines, que fue cuando me agecié un legajo harto interesante: En llamas. Cómo la cocina nos hizo humanos. En dicho libro, el reputado primatólogo Richard Wrangham propone al lector una teoría muy bella y novedosa, un relato que discurre a través de las eras y trata sobre los entresijos de la evolución humana. El autor teoriza, sí, pero apuntala sus hipótesis respaldándolas tanto por las evidencias científicas disponibles como por sus trabajos de campo, es decir, la observación directa sobre nuestros parientes más cercanos, los grandes simios.

¿La conclusión, de las disertaciones del señor Wrangham? Somos, efectivamente, lo que comemos... pero contando desde el preciso momento en que comenzamos a cocinar nuestros alimentos.

¿Y cuándo sucedió eso? Muchos apostillan que fue en una época tardía de la prehistoria, siendo en ese momento cuando los humanos modernos (neandertales, sapiens, etc.) terminaron de domesticar completamente al fuego: póngale que hace unos 60.000 años vista. Otros autores, más conservadores, arguyen que fue mucho antes, 500.000 años atrás, que fue cuando nuestros ancestros ya poseían una cierta habilidad con las artes flamígeras, no sólo para el uso culinario (brasas, piedras calientes, cocciones bajo tierra) sino también para el defensivo (antorchas, grandes hogueras, etc.). Todo este despliegue de medios pirolíticos nos reportó una nueva categoría en la escala depredadora, situándonos en la cúspide.

Pero Richard va mucho más allá de los 500.000 años vista, situándose en la época de los habilinos (Homo habilis) hará unos 2.5 millones de años: es decir, nos sitúa en un escenario mucho más antiguo donde irrumpe en escena el primero de los homínidos: un ser tosco y fraguado a partir del australopiteco. Recordemos que el australopiteco era –prácticamente- un chimpancé a ojos vista, pero que permanecía erguido durante más tiempo. Por ello, los habilinos no eran mucho más guapos que sus antecesores y, aunque ya eran un poquito más altos y caminaban patizambos, su aspecto simiesco seguía siendo de escándalo.

Es en medio de este escenario, pues, que el señor Wrangham marca el comienzo del uso del fuego por parte de este ser humano en ciernes. Lo primero que nos explica es que, efectivamente, el cambio entre la fisonomía del habilino y los homínidos posteriores que le siguieron después (homo ergaster, heidelbergensis, etc.) fue muy acusado, debido a la popularidad en el uso del fuego. Piénsese que la climatología hace 2,5 millones de años era harto diferente a la de ahora, mucho más cálida y húmeda o, al menos, en aquellos parajes por donde pululaban nuestros ancestros. Los volcanes en erupción estaban a la orden del día (fuego), los rayos caían a cientos (fuego) y los incendios forestales en la sabana arbustiva formaban parte de la rutina diaria (fuego). No es de extrañar, entonces, que nuestro primer contacto con las brasas o rescoldos fuese en las inmediaciones de un volcán, o de un incendio provocado por un rayo... y póngale que fue una ardilla chamuscada o un tierno lechón a la parrilla, el primer trozo de carne asada que probaron nuestros antepasados –ÑAKA!-.

Nosotros veníamos de comer todo crudo, como buenos simios que éramos. Los australopitecos, con su aspecto eminentemente simiesco, así dejaron constancia: grandes mandíbulas plantadas en mitad de un hocico prominente para masticar bien los frutos secos y las fibras correosas de las que daban buena cuenta (¡CRONCH-CRUNH!). El linaje australopiteco acabaría divergiendo en dos ramas o vertientes: los que continuaron con una dieta crudo-vegetariana y especializándose en comer tubérculos subterráneos, dieron paso a los parántropos (o australopitecos robustos) con su gorilesca cresta sagital coronando la cabeza (para que unos poderosos músculos masticatorios pudieran anclarse en ella) y en su aspecto exterior eran como gorilas, pero más chicos. Todos ellos se extinguieron. Ahora bien, otros australopitecos empezaron a diversificar su dieta con más proteínas animales (huevos, insectos, pequeños roedores, pájaros) y se convirtieron en los Homo habilis, o habilinos; el término habilis hace honor a su destreza con las manos, a la hora de fabricar los primeros útiles hechos con piedra y huesos. Fue el habilino el primero en echar mano a un animal muerto y chamuscado que yacía inerte en medio de unos rescoldos ardientes y fue el primero, también, en comprobar estupefacto que la carne era más fácil de comer y digerir, dado que las proteínas se habían coagulado favoreciendo enormemente la ternura y la digestión. También los sabores se marcaban más. Todo aquel que pruebe, a día de hoy, a dar un bocado a un trozo de carne cruda reparará en que es como masticar un chicle, de muy difícil rasgado y de más complicada digestión... más aún si no se ha curado. Así que no debería ser muy difícil imaginarse la escena, hace 2.5 millones de años: de probar un bocado de carne a la parrilla, a llevarse una rama encendida al cubil, no faltó nada, oiga.

La otrora gran barriga goliresca, protuberante para albergar y dar cobijo a un intestino grueso muy potente, comenzó a esfumarse. Junto con la operación abdominales, llegaron otros cambios anatómicos: la cara empezó a aplanarse, comenzando por deshacerse de ese hocico prominente y ese toro supraorbital (arcos superciliares) que tanto embrutecían nuestro semblante y que impedían una frente plana; y todo lo que perdimos en la barrigola lo ganamos en el cerebro (tanto en cantidad como en calidad) al disponer nuestra dieta de más ácidos grasos omega-3 (pescaíto frito y mejillones al vapor). Ojo, que todo esto sería impensable sino fuese porque ya coqueteábamos con la culinaria, dado que únicamente son los alimentos cocinados de los que más provecho metabólico se puede sacar: las proteínas se desnaturalizan, coagulándose y facilitando enormemente tanto la digestión como el aprovechamiento nitrogenado; los almidones gelatinizan, pasando de una forma cristalina e indigesta a otra digestiva y nutritiva; los componentes antivitamínicos y las lectinas se desactivan... esto sin olvidar que el cómputo calórico total, aprovechable para el cuerpo, se duplica o triplica.

El único inconveniente fue la aparición –hasta entonces desconocida- de compuestos extraños al organismo: nos estamos refiriendo a los compuestos parduscos que se fraguan por acción del calor, o compuestos de Maillard; es decir, hablamos de los aminoácidos chamuscados y los alquitranes-bencenos de los que se impregna la comida sometida a pirólisis (fuego). Irrumpieron, pues, las carbolinas o aminoácidos “a la parrilla” (también conocidos como aminas pirolíticas, de las que ya hemos hablado en otros artículos) y los bencenos y alquitranes (llamados hidrocarburos aromáticos, de los que usted ya debería conocer) los cuales podrían haber ocasionado ciertos perjuicios -al menos en teoría- en el consumidor novel. Pero esto no pasó, siendo en la práctica todo salutífero, más teniendo en cuenta que rápidamente nuestro metabolismo supo sacar mucha ventaja al aprovechamiento de los nutrientes cocinados sin reparar en demasía en la aparición de los compuestos de Maillard, a los cuales nos acabamos por acostumbrar y tolerar.

El zambombazo que lanza Richard Wrangham se resume en que nuestro éxito evolutivo es el resultado de la cocina. Fue cuando nuestros ancestros dejaron el crudivorismo integral (integrado en su mayoría por alimentos duros, bajos en calorías y de laboriosa masticación) en detrimento de ciertos alimentos cocidos, que el tubo digestivo se contrajo y el cerebro se explayó. Así es que, en vez de pasarnos 7 u 8 horas al día masticando correosas fibras para alimentarnos (tal y como hace un gorila a día de hoy), los homínidos cocinillas facilitaron enormemente sus digestiones y pudieron, por ello, disponer de mucho más tiempo –que no fuese comer- para dedicarlo a otros menesteres: cazar-recolectar, cuidar el campamento o cortejar a las damas. La división sexual del trabajo también fue propiciada por el uso del fuego, lo que favoreció la unión de pareja y la creación del modelo de convivencia que hoy conocemos como hogar. La especie social e inteligente que somos hoy, no se entendería sin la cocina.

Se puede decir más alto pero no más claro: la humanidad comenzó en cuanto nos pusimos entre fogones, manos a la masa. Así lo piensa el señor Wrangham, y así lo pienso yo.

Centrobenestarsantiago.com

01 ago 2020 / 23:06
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