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Víctor del Árbol indaga en la figura del padre y los secretos de familia

El escritor catalán, que ganó el Premio Nadal en 2016 con ‘La víspera de casi todo’, una historia ambientada en la Costa da Morte, regresa ahora con ‘El hijo del padre’ (Destino), quizás su novela más ambiciosa y desgarrada hasta el momento

La trayectoria literaria de Víctor del Árbol (Barcelona, 1968) es fulgurante. Escritor de largo recorrido, conocedor profundo de las técnicas de la novela negra, traducido a diversas lenguas, ha alcanzado en unos años gran predicamento, especialmente en Francia, donde goza de un éxito notable y donde fue nombrado Caballero de las Artes y las Letras en 2018. Tras ganar el Premio Nadal en 2016 con una novela ambientada en la Costa da Morte, uno de sus lugares favoritos en la tierra, como me dijo aquel día, ahora regresa con la que considero, hasta el momento, su mejor novela: El hijo del padre (Ediciones Destino).

He aquí un Víctor del Árbol más intenso y profundo, si cabe, de lo habitual. Arrebatado por la fuerza poderosa del pasado, por el peso de la culpa y de la figura paterna, Diego Martín, el protagonista de esta novela, nos lleva a las sombras del pasado, donde se esconden los fantasmas familiares. Desde su vida contemporánea en Barcelona, donde ejerce de profesor universitario, Martín se ve obligado a regresar a sus orígenes en Extremadura. Fue un hijo de la emigración de la España rural hacia los enclaves industriales, como Barcelona, en los años sesenta. Pero en el pozo de aquellos días oscuros se esconden algunas cosas. Esta novela es un dramático viaje hacia al pasado, hacia la compleja maraña de afectos y desafectos que tejen la memoria familiar.

Me encuentro (esta vez telefónicamente) con Víctor del Árbol, y le digo que sus grandes temas, que son después de todo los grandes temas de la humanidad, están aquí de nuevo. Aunque Del Árbol escribe novelas en las que abunda una trama oscura, no exenta de suspense, sin embargo son los asuntos humanos, el peso de la culpa, la memoria y el pasado, o los secretos de familia, los que realmente mueven a sus torturados personajes.

“Llevo muchas novelas, es cierto, la trayectoria empieza a ser larga..., pero cada historia nueva que publico es como lanzarme al ruedo otra vez. Sientes un nerviosismo inevitable, como si fuera el primera día”, reconoce entre risas. Nadie diría que Víctor del Árbol siente esa incertidumbre, porque El hijo del padre navega siempre por aguas seguras, aunque muy amargas.

Pegada a la tierra, con la fuerza psicológica de las novelas rusas (que también aparecen), muy carnal y física (“bombeo de sangre en la carótida”), pero también mental hasta el trastorno, la trama, escrita en forma de viaje a las brumas del pasado y a la infancia tristemente recuperada, donde algunos momentos brillan con luz amarilla e hiriente, se desliza entre los tejidos rotos de la condición humana, entre el velo de las decepciones y las memorias que queman, y también recorre con los dedos las vértebras de la historia de este país, sus fracturas, la masa informe de un dolor lejano que siempre vuelve.

Le pregunto cómo fue esa conversación con Roselyne Gutiérrez, que le llevó a escribir este libro. Me dice: “ella es una librera a la francesa: no vende libros, los lee. De origen español, como puedes ver: de hecho, a su abuelo y a su padre los mataron durante la dictadura. Conoce mi historia, ha visto cómo en Francia me leen mucho... y hace unos tres años tomamos un largo café en Toulouse... Me dijo que hasta que no escribiera mi historia y la de mi padre no llegaría nunca a ser el escritor que pretendía ser... Para eso hay que tener coraje, no autocensurarse nunca, identificar tus fantasmas... Y hay que escribir sin muchas expectativas. Como hice yo.”

“Mezclar la historia de un país, o la Historia con mayúsculas, con la intrahistoria familiar es un tema recurrente en mis libros”, explica Del Árbol. “Pero en este caso me parecía aún más oportuno. No sólo por el tema de las dos Españas, que aquí queda un poco difuminado, sino por ese otro enfrentamiento, el de la España subdesarrollada frente a la España del desarrollo industrial, el mundo rural frente a los nuevos escenarios urbanos del progreso. Eso nos ha marcado a lo largo de generaciones, y por supuesto es lo que late debajo de la trama de esta novela”.

El hijo del padre, parte, en efecto, de la idea del desarraigo familiar, lo que nos hace recordar a Marsé, también de la pérdida de las referencias de la infancia, del cambio drástico de paisaje, cuando la emigración interior llevó a tantas familias a buscar en sustento en ciudades como Barcelona, donde se vieron abocados a una especie de modernidad, sin preparación previa. Por el camino se pierde la identidad y se crea otra nueva: “te sabes periférico, creces en la otredad. Aprendes a vivir en la ficción. Tu existencia se dibuja siempre a la contra, es una lucha continua. Yo siempre he visto a Barcelona, pero Barcelona nunca me ha visto a mí, y me acuerdo de Camus, que era un pied-noir, que le dice a María Casares, cuando le dan el Nobel, que todo el mundo se va a dar cuenta de que es un farsante...”, dice Del Árbol.

Pero el pasado queda en el fondo de la memoria, con el miasma de los secretos inconfesables, y el dolor profundo que pugna por volver a la superficie. “Somos herederos de muchas memorias. Somos el resultado de la herencia memorística de mucha gente...”, señala. “Todo lo que ha pasado a nuestros ancestros acaba llegando de alguna forma a nosotros. Esta maldición de los Martín, el odio enconado a la familia de los Patriota, se parece a la sombra de Caín machadiana, pero creo que es algo diferente. Es la incapacidad de amar, o, mejor aún, no saber cómo hacerlo. Me produce ternura esa gente que lucha tanto para al final gobernar sobre las ruinas”.

“Lo cierto es que avanzar en la vida significa tener cada vez más dudas. Con el paso del tiempo aprendes a ser más poroso, menos dogmático. Yo desconfío mucho de la gente que dice tener la verdad absoluta. Yo no soy un escritor ingenuo. Por eso no es casualidad que haya escrito ahora esta novela que trata, sobre todo, de la verdad. ¡Esa compleja palabra!”

“La literatura debe dar testimonio de que se está desmoronando el andamiaje ético. Empiezan a revivir discursos antiguos que parecen nuevos para los que no tienen precedentes... Me pregunto por qué la gente joven se siente tan atraída por el discurso dogmático: me da igual que sea a izquierda o a derecha, porque usan los mismos métodos. ¿Por qué? ¿Por qué se usa ese lenguaje guerracivilista? Pues porque para ellos el pasado no existe, no está ahí. O no lo conocen. Tenemos que dejarnos ya de tantas capillitas. Una sociedad libre tiene que ser lo contrario de una sociedad dogmática. Por eso escribí una novela de este tipo. Y porque creo que la cultura es aire: el último espacio de libertad que nos queda”, subraya Víctor del Árbol.

“Hay demasiada tendencia a juzgar a los demás. Muchos intentan apuntalar tres o cuatro planteamientos ideológicos y sólo buscan confirmarlos como sea. No me parece una postura inteligente”, sigue explicando Del Árbol. “Aquello que decía Rivera de que ser equidistante es ser cobarde me parece una sandez: ser equidistante significa ser equilibrado, aprender a buscar la verdad, no a elegirla [o a sentirse en posesión de ella]”.

Le digo que, a pesar de que muchos insisten en que usa estrategias de la novela negra, o de la novela policial, lo cierto es que es el estudio del ser humano lo que le preocupa. “No soy original en eso, son los grandes temas de la literatura. Ya no tengo edad para frivolidades. Y no, no soy un autor de novela negra”, apunta contrariado. “Un escritor deba aportar luz sobre lo que somos. Investigar sobre la memoria, la identidad, la culpa. Estamos muy influenciados por la narrativa visual, y yo utilizo esa estética, eso sí”.

Francia te aprecia, y tu aprecias mucho la cultura francesa, le digo. “Lo que admiro de Francia es que allí los escritores son conscientes de su responsabilidad con la sociedad. Hables de Camus, de Lemaitre o de Houellebecq. Ser escritor allí implica cierto nivel de reflexión, de intelectualidad. En Francia lo intelectual se entiende como una aportación al discurso global. Mi pasión es usar la idea como palanca de acción y creo que eso sucede a los autores franceses. Me gusta opinar sobre la duda. No tener seguridades. Por eso me ofenden los tertulianos de la tele que se dedican a pontificar. ¡Un poco de prudencia, por favor!”, concluye.

15 abr 2021 / 01:00
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