Amanecer en Santiago

Gonzalo Catoira

Cada día antes de cenar ingreso a la página web de este diario para estar informado de todo lo que sucede en la tierra de mis ancestros. Y teniendo en cuenta la diferencia de cuatro horas con Buenos Aires, disfruto del extraño privilegio de leer ahora mismo, en la noche de Argentina, las noticias que van a salir mañana en EL CORREO GALLEGO. A pesar de ser profesor de Geografía y estar habituado a enseñar los husos horarios, toda esa cuestión de tiempo y espacio me sigue fascinando desde chico: siento que mi relación con la actualidad de Galicia es como protagonizar la película “Regreso al futuro”.

Calcular a que hora mandarle un mensaje de WhatsApp a mis primos en Catoira o recordar el momento del inicio de algún programa en la televisión gallega hace tiempo que se transformaron en situaciones cotidianas. Son cuatro horas más allá, cuidado, ya pueden estar todos durmiendo. A veces me divierto fantaseando con usar dos relojes como Maradona, uno con la hora de Argentina y el otro con la española: obviamente no serán dos Rolex como los suyos, pero además de una discutible elegancia, me aportarían información exacta con más facilidad.

¿Qué hora son mi corazón? Cantaba Manu Chao, hijo de coruñés, en su tema “Me gustas tú”. Y así sucede inconscientemente durante muchos momentos del día, como cuando me sorprendo a mi mismo preguntándome si ya habrá caído en el sol en el Castro de Baroña o estará amaneciendo en Santiago. El niño que habita dentro mío, además del tiempo, también se sorprende por las distancias: nos separan “apenas” 10.000 kilómetros, pero la sorpresa real es estar en estaciones opuestas: el tío Alfonso vuelve de la playa y yo estoy abrazado a la estufa. ¿Podremos ser tan parecidos viviendo tan distinto? Tiempos, espacios, distancias... y costumbres. Cuando por fin pude recorrer Galicia, jamás se me ocurrió saber la hora en Buenos Aires; los minutos y segundos se sincronizaron en un mismo instante imaginario y durante varios días, olvidé la vieja dualidad. Irónicamente, por primera vez no le dí espacio al tiempo; el “pibe” argentino recién llegado quería disfrutar cada instante y destrozar despertadores que conspiren contra el sueño de disfrutar las maravillas gallegas. La fascinación de la llegada detuvo todos mis relojes y automáticamente me invadieron cientos de preguntas sobre todo lo que me rodeaba.

La primera gran sorpresa fue pensar que por haber leído muchísimo en gallego, podría entender cuando me hablaban, pero no pude descifrar una sola palabra. Por suerte se apiadaron de mi y comenzaron a hablarme en español. Pero si a eso le sumamos que el primer día que fuí a un bar me sirvieron vino en un bol de cerámica sin manijas para sostenerlo, me sentí en otro planeta: el idioma gallego lo sigo aprendiendo día a día, pero ¿como tenía que agarrar esa vasija? Señora, ayúdeme; “solo cógelo”, dijo. Genial, me habló en español, pero en Argentina coger es otra cosa.

Otro día decidí comer “orellas”; mirá vos, eran orejas de cerdo. Después de saborear la parte interna, de repente me encontré masticando una especie de cartílago duro. No sabía que hacer, ¿esto también se come? Con la boca llena espié a mi vecino de mesa, que se las devoraba como caramelos. Hice fuerza, tragué con cara de enojado y pedí una tortilla. Peor le fué a mi hermano, que eligió probar los percebes: le apareció en el plato algo que se parecía a las pezuñas de un camello. Después del susto y pedir ayuda para poder comerlos lo definió como un manjar. Vamos mejorando.

Sin medir el tiempo, empezó a sobrarme. Intenté conocer todo lo que pude, entre paisajes e historia, pero lo más movilizante era acercarme a la cultura gallega, para aprender y compartirla. A su humor tan particular, le llaman retranca: acá haría disgustar a muchos que no manejan la ironía con tanta sutileza. Se quejan del aumento de impuestos, pero no tienen el 60% de inflación anual como nosotros. Y también descubrí que los consideran indecisos pero yo, como buen descendiente, no podría confirmarlo. Ni tampoco desmentirlo; no estoy seguro.

Jamás había visto un hórreo y ahora podía encontrar uno por minuto. Cruceiros, tremendas obras de arte imposibles de encontrar en una calle de Argentina me rodeaban por doquier. Fuí en invierno, pero parece que el agua del mar está siempre fría. Empecé a creer que los viñedos crecen por arte de magia. Entendí el concepto de feísmo, aunque todo me parecía hermoso. Existe la mortadela con aceitunas y es barata. Los pollos eran frescos, no como en mi barrio, que parecen palomas congeladas. Y está lleno de mujeres hermosas que saben cocinar pulpo. Acá diríamos que “Galicia es todo lo que está bien”.

Me dí cuenta que sigue valiendo la palabra, pero a veces ocultan un poquito la verdad: deben aceptar que sus licores no son suaves. Y que los pimientos, aunque digan que “unos si y otros no”, los que me tocaron a mi era eran todos explosivos. Además pude desmentir el prejuicio de que los gallegos son desconfiados: todo lo contrario, son un pueblo muy hospitalario; hasta el mismo alcalde de Catoira nos hizo sentir en nuestra propia casa. Cada vez que decía mi apellido, respondían con un “Aaah, vikingo” y me daban más albariño. Mi familia, que ví por primera vez, nos recibió como si nos conocieran de toda la vida. Y tienen a las Tanxugueiras.

Pero cuando la tiranía del calendario amenazaba con convertirse nuevamente en realidad, tuve que tomar el tren hacia Madrid. Finalmente las agujas volvieron a girar cuando leí el cartel en el aeropuerto: Barajas - Ezeiza. El pasaje en mano hacía inevitable la vuelta; el vuelo recortó las cinco horas esta vez en sentido inverso y los relojes volvieron a ser dos. La dualidad regresó para convivir conmigo, mientras sigo calculando los tiempos que nos separan. ¿Ya habrá amanecido en Santiago?