Indignos homenajes

El hecho de que ETA haya dejado matar, un logro de todos los españoles, obtenido gracias al trabajo abnegado y constante y al sacrificio de los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, que perdieron a decenas de compañeros en la lucha, no significa –desgraciadamente– que el terrorismo de la banda terrorista en España haya dejado de existir
Luis Negro Marco
Infamia. El PSOE y Pedro Sánchez aceptan a los herederos de la banda terrorista como socios preferentes de gobierno.

En la madrugada del viernes, 11 de diciembre de 1987, mientras las familias dormían, un coche bomba cargado con 250 kilos de amonal hizo explosión frente a la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza, destruyendo el edificio y provocando la muerte de 11 personas, entre ellas dos mujeres embarazadas y 5 niñas con edades inferiores a los 13 años, y otro menor de 17 años. Otras 88 personas resultaron heridas por causa del brutal atentado terrorista perpetrado por el asesino Henry Parot, miembro de la banda terrorista ETA, que planificó y cometió la masacre. Por el mismo atentado también fue condenado el terrorista Francisco Múgica Garmendia (salió de prisión en diciembre de 2020) y aún está pendiente de juicio por aquellos hechos el etarra Joseba Andoni Urrutikoetxea (Josu Ternera, actualmente en Francia, en régimen de libertad vigilada) de quien, el pasado mes de julio, la Audiencia Nacional confirmó su procesamiento por el atentado de la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza, uno de los más sangrientos de la historia de ETA.

En el caso de Urrutikoetxea, la ignominia del personaje llegó hasta el extremo de que en el año 2000, como diputado autonómico por las listas de EH, fue miembro de la comisión de Derechos Humanos del Parlamento Vasco.

Y en cuanto a Henry Parot, fue el autor –además del cometido contra la casa cuartel de Zaragoza– de 10 atentados, varios de ellos contra militares, siendo el responsable de decenas de asesinatos cometidos entre 1978 y 1990, por los que fue sentenciado a casi 4.800 años de prisión, si bien su condena acumulada se redujo a 41 años (su salida de la cárcel está prevista para julio de 2029) que comenzó a cumplir el 7 de abril de 1990, encontrándose en la actualidad (y desde el pasado mes de abril, tras el acercamiento concedido por Instituciones Penitenciarias, dependiente del Ministerio de Interior, a cuyo frente se encuentra el juez Grande-Marlaska) en la cárcel leonesa de Villahierro, de Mansilla de las Mulas.

Y a este asesino es a quien una organización de la órbita de la izquierda abertzale había previsto homenajear – mediante una marcha, solicitando su excarcelación– el pasado sábado, 18 de septiembre, en la localidad guipuzcoana de Mondragón. Indigno homenaje a un terrorista que los organizadores, ante la presión social, intentaron camuflar, desconvocándolo a tan solo 24 horas de celebrarse, para sustituirlo por concentraciones en el País Vasco y Navarra solicitando “el fin de la cadena perpetua”, que además de no existir en España (sí en Francia, país en el que, además de a otros miembros de la banda terrorista ETA, en 1997 condenó a cadena perpetua a Jean Parot, hermano de Henry Parot, etarra a quien la organización abertzale convocante de la desprogramada marcha pretendía homenajear) seguían constituyendo una humillación para las personas por él asesinadas y para sus familias. Pero también para el conjunto de la sociedad española que, durante 50 años (algunas fuentes sostienen que la primera víctima mortal de ETA fue la niña de 22 meses Begoña Urroz Ibarrola, como consecuencia de una bomba incendiaria que la organización terrorista hizo estallar el día 27 de junio de 1960 en la estación guipuzcoana de Amara) estuvo sometida a la dictadura del terror de ETA.

Sin conciencia del sufrimiento causado. Si como afirmó H.G. Wells, “la civilización es una carrera entre la educación y la barbarie”, esto implica que la educación ha de servir para que las personas crezcamos y nos formemos en libertad (de la que es garante la democracia) para convertirnos en ciudadanos justos y compasivos, respetuosos y conscientes de las responsabilidades que asumimos a través de nuestros actos.

Cuando la filósofa judía Anna Arendt escribió “Eichmann en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal” (1963), a partir del juicio celebrado en 1961 en Israel contra Adolf Eichmann (oficial de las SS, de los principales artífices del holocausto y uno de los mayores criminales de la historia) descubrió que en él no existía el menor arrepentimiento por los asesinatos que había cometido y que sus palabras denotaban siempre una falta absoluta de empatía hacia sus víctimas. Y algo estremecedoramente parecido se puede observar en el comportamiento de la mayoría de los terroristas, quienes difuminados en la militancia de la organización criminal, y bajo el amparo de opiniones calculadamente equidistantes, cuando no de reveladores silencios cómplices como toda respuesta ante la inhumanidad de sus actos, ejecutaron sus atentados mecánicamente, de manera rutinaria. Y aún después de cometidos sus crímenes, puestos a disposición de la justicia, juzgados y presos, son mayoría los terroristas que continúan ajenos a la verdad del terrible e irreparable daño que han causado, limitándose sus manifestaciones al repetitivo enunciado de una serie de consignas y argumentarios justificativos de sus actos, exentos de sensibilidad y de cualquier sentimientos de culpa.

La banalidad del mal. El hecho de que ETA haya dejado matar, un logro de todos los españoles, obtenido gracias al trabajo abnegado y constante y al sacrificio de los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, que perdieron a decenas de compañeros en la lucha, no significa –desgraciadamente– que el terrorismo de ETA en España haya dejado de existir. Porque sigue existiendo en la mente de las miles de personas que (como las que en Mondragón, el pasado 18 de septiembre, intentaron agredir a quienes se manifestaron pacíficamente para reivindicar la dignidad de todas las víctimas de ETA y no dudaron en insultarlos, calificándolos –tambien lo hizo el portavoz de la organización abertzale convocante del homenaje, reprogramado en concentraciones– de ser la “extrema derecha”) siguen sin ser conscientes de la inhumana irracionalidad de los 846 asesinatos cometidos por ETA, de las 7.000 víctimas que dejaron sus 3.000 atentados, y del desgarrador sufrimiento e irreparable daño moral para sus familiares, así como para varias generaciones de españoles cuya vida, también, ha quedado marcada por la violencia de ETA.

Concienciar a la sociedad española sobre este horror debería ser una prioridad para cualquier Gobierno a la hora de elaborar los planes de estudios para colegios e institutos. Y en una sociedad global, es preciso que tampoco haya fisuras entre las naciones sobre el grave peligro que para la convivencia de todos los pueblos supone cualquier tipo de terrorismo. Y aquí, son los políticos (en España, Europa, y a través de las embajadas) quienes tienen la responsabilidad de que no se banalice sobre las organizaciones que lo patrocinan y fomentan.

Porque creo que aquí también se encuentra lo que Anna Arendt denominó la banalidad del mal, y voy a poner dos ejemplos para evidenciarlo: El 12 de diciembre de 1987, tres días después del atentado contra la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza, el Washington Post se hacía eco de la masacre, y se refería a ETA como una “Organización separatista”, expresando que su acrónimo significaba “Patria y libertad”. Y rematando de manifestar su suprema ignorancia respecto a los asuntos de España, se refería a la Guardia Civil como un “Cuerpo paramilitar” (lo cual conlleva una clara connotación negativa) cuando la realidad es que se trata de un Instituto armado de naturaleza militar, dependiente de los Ministerios de Interior y Defensa. Más recientemente (fue el 16 de mayo de 2019) La Croix, un periódico francés de orientación católica –y por eso llama todavía más la atención– publicaba el siguiente titular relacionado con Joseba Andoni Urrutikoetxea (quien, como antes se apuntaba está procesado por la Audiencia Nacional y pendiente de juicio por el atentado contra la casa cuartel de Zaragoza): “Josu Ternera, exlíder de ETA, convertido en hombre de paz”. Y la periodista continuaba escribiendo: “ETA (País Vasco y libertad en euskera) fue una organización armada independentista vasca de inspiración marxista (revolucionaria) fundada en 1959 bajo la dictadura de Francisco Franco, para luchar contra la represión de la identidad vasca, liderada por el régimen franquista”. Otra serie de falacias a las que se podría contestar con cientos de argumentos, aunque basta uno solo: los más sangrientos atentados los cometió la banda terrorista durante la democracia.

Libertad para hacer el bien. “Toda libertad –manifestaba el papa León XIII en 1888– es legítima con tal que esté destinada a hacer el bien. Fuera de esto, nunca”. La vida humana es un derecho natural inviolable, y en consecuencia, no puede entenderse como un ejercicio de libertad el recurso al pasquín o la perversa invocación de principios, como la paz y la convivencia, para arropar a sanguinarios terroristas que, sin piedad y sin arrepentimiento alguno, acabaron con la vida de personas inocentes. No hay persona a quien no alcance la obligación de socorrer a la sociedad en cuyo seno vive. Y nuestra democracia está amenazada, si no reaccionamos, o si comenzamos a ver como normales los indignos homenajes públicos a terroristas. Los tres poderes del Estado y los partidos políticos deberían estar trabajando desde hace tiempo y conjuntamente, para la elaboración de una ley que, sin resquicios, deje sin cabida en nuestra sociedad este tipo de actos. Solo así el terrorismo, la banalidad del mal, dejará de seguir constituyendo una de las mayores amenazas para nuestra democracia.