La conjura de los necios

Firmas
Elena Rivo y Miguel Michinel

Convertido casi cada hogaR en coqueto cine de barrio merced al estreno directo de películas en plataformas de televisión, asistimos hace poco más de un mes a la primicia de “El ascensor”, film mejicano, dado el origen de la financiación buscada por su director, el español Daniel Bernal. En tono de comedia, una pareja, en apariencia feliz, se ve atrapada en un bucle temporal dentro de un elevador, repitiéndose la misma discusión cada vez que llegan al piso de destino. Ya exploramos en otra entrega (“El día de la marmota”, 29 de noviembre) dicha metáfora, aunque el tercer protagonista de la cinta, que la bautiza, se presta para muchas otras. Como trasunto del estricto confinamiento que comenzaba hace poco más de un año en Europa, sin ir más lejos.

Otro símil ha traído a colación en un luminoso artículo la no menos brillante Vicepresidenta tercera del Gobierno, publicado este lunes en El Español. Bajo el sugerente y pareado título “La digitalización como elemento de cohesión”, Nadia Calviño desgrana con clara prosa la apuesta por tal proceso -dentro de la gestión de los consabidos Fondos europeos- y el cambio de paradigma que ello implicará en el mundo empresarial, la economía y, en suma, la sociedad española. Ya volveremos sobre este asunto, dada su importancia capital. Hoy solo queremos destacar una frase donde la articulista señala que “la educación es el principal mecanismo de ‘ascensor social’ y, por tanto, un elemento esencial para la cohesión social”. Voilà, l’ascenseur.

En la antigua Grecia, las Moiras -a quienes se refieren por ejemplo la Ilíada o la Odisea- eran las deidades que personificaban el destino, cuyo nombre se relaciona con la expresión “meiresthai” (“corresponder a uno”), que en latín evoluciona hacia el verbo “merere”, (“merecer”) de donde el participio “meritum”, resultando finalmente en mérito. De ahí que, pensando en una forma política donde quienes gobiernen sean las personas de mayor valía, se hable de “meritocracia”. Tal fórmula se ha ido extendiendo hasta asentar la base de una cultura del esfuerzo en muchos ámbitos, aunque, como todo, presente luces y sombras; hasta el punto de acusársele de engañosa y de poder desembocar -según palabras recientes del filósofo estadounidense Michael Sandel- en otra forma de gobierno menos grata, a saber, una tiranía (The Tyranny of Merit. What’s become of the Common Good?, 2020).

El autor alerta de que abrazar la meritocracia -partiendo ésta del postulado de la “igualdad de oportunidades”- puede esconder una renuncia a la “igualdad de llegada”, propia de partidos más próximos a la izquierda; conformándose entonces la mayoría del espectro político con una “igualdad de salida”, desde la cual, a partir del propio esfuerzo, sería posible ascender en la escala social, perpetuándose así las diferencias de clase. He aquí el ascensor de la Ministra, origen de las objeciones del pensador norteamericano al principio tan extendido según el cual, en un escenario de igualdad de oportunidades, los ganadores merecen su fortuna; reparos que, en esencia, parten de dos ideas: la primera, la pura apariencia de esa pretendida igualdad; la segunda, la frustración generada en quienes no alcanzan lo más alto (dado que, en tal contexto, pueden ver como un fracaso el hecho de no llegar). A nuestro entender, ambas comparten un mismo presupuesto: el concepto de éxito y la actitud ante el mismo.

Claramente, la igualdad plena de oportunidades “ni está, ni se la espera”, no ya en el mundo en general, sino incluso descendiendo a escala de países o incluso ciudades. Pero no es menos cierto que todas las personas son diferentes. Por ello, ni todas quieren lo mismo ni siempre lo conseguirán por más medios a disposición: sin oído musical, nadie canta maravillosamente. Con Sócrates, convendría entonces relativizar el concepto de “éxito”, frecuentemente unido al económico, para asociarlo con la idea de esfuerzo. Siendo la meta el camino, la igualdad de oportunidades no implica que todos lleguen al mismo destino, sino cada uno a donde realmente se sienta satisfecho consigo. Esto lleva a la segunda reflexión, sobre la actitud ante el mérito propio y ajeno: ni un aparente triunfador, aún siéndolo sobre la base exclusiva de su esfuerzo, tiene derecho a reclamar para sí todo el mérito del éxito conseguido; ni cabe despreciar a quien incumpla ciertas expectativas, considerándolo un fracaso. Dignificar todo el trabajo, en suma.

Parece así que una relación de proporcionalidad directa entre prosperidad y esfuerzo suena a deseo legítimo de toda sociedad civilizada. Ya tenemos la política (melior, los partidos políticos) para neutralizar una eventual tiranía del mérito: un simple vistazo a casi cualquier lista electoral lo delata. Además, “cuando aparece un gran genio en el mundo, se le puede reconocer por esta señal: todos los necios se conjuran contra él” (Swift); frase sobre la que construyó su obra maestra John Kennedy Toole, La Conjura de los Necios, cuyo inadaptado protagonista, Ignatius Reilly, arrastrado por la diosa Fortuna a buscar un trabajo que aborrece -cual Boecio aceptando su ejecución- inmortalizó a un autor que pagó con alto precio su fracaso intentando publicar la novela, gran éxito post mortem. Nadie como Nadia para recordarnos el valor del mérito que, a menudo, puede generar tanto recelo. Por ello, esta semana, su cordura nuestro elogio merece.