La inexorable Ley del Cambio

Firmas
Ramón Cacabelos
Tennessee Williams. Foto: C. R.

Todos estamos expuestos al riesgo del cambio; y todo cambio implica incertidumbre. Se cambia para mejorar, aunque las cosas no siempre salen como a uno le gustaría. Si tu vida es un fracaso, necesitas cambiar. Si tu vida es una monotonía insoportable, necesitas cambiar. Si tu vida es un éxito asfixiante, también necesitas cambiar. Una empresa o un país no son menos; están sometidos a la misma necesidad de cambio, para no envejecer prematuramente, para no morir de éxito o para que el tiempo no les devore y estruje en el intestino de la decadencia. No hay progreso sin cambio; y la paradoja es que ante el cambio casi siempre hay resistencia, por la inseguridad del resultado. Pero, para bien o para mal, “todo es cambio; todo cede su lugar y se va”, como categóricamente declara Eurípides en su Hércules. En alegoría de Heráclito, “no se puede entrar dos veces en el mismo río, porque las aguas que fluyen continuamente no son las mismas”. Diógenes Laertius atribuye a Heráclito el dicho: “Nada es permanente salvo el cambio”. En un poema de 1647, titulado Inconstancy, Abraham Cowley afirma que “el mundo es un escenario de cambios que para hacerlos constantes la naturaleza es inconstante”.

La vida tiene que evolucionar como las estaciones, en cambio permanente. En Sundial of the Seasons, Hal Borland escribía: “Cada nueva temporada crece a partir de las sobras del pasado. Esa es la esencia del cambio, y el cambio es la ley básica”. Todo cambio emerge, como ley inexorable, de las experiencias pretéritas. Si te has equivocado en tus decisiones, el cambio te da la oportunidad de rectificar; si has acertado, el cambio te facilita el mejorar en base a la experiencia. Havelock Ellis, en el prefacio de The Dance of Life, remarcaba que “no podemos permanecer consistentes con el mundo salvo creciendo inconsistentes con nuestro pasado”.

Alexander Chase cita en Perspectives que “para seguir siendo joven uno debe cambiar. El héroe perpetuo del campus no es un hombre joven sino un muchacho viejo”. La vida fluye de la infancia a la vejez como un proceso de transformación biológica y mental ininterrumpido. El dinamismo biológico de nuestra existencia, cuando evoluciona en equilibrio se acompaña de una maduración que se adapta al estatus de cada edad. Quien pretende permanecer niño pierde el tren de la vida; quien de viejo simula ser joven corre el riesgo del esperpento; y quien siendo joven quiere jugar a ser mayor acaba estrellándose con la realidad de su inexperiencia. La mentalidad sigue un curso paralelo a la edad, igual que la ideología, que debe adaptarse al curso de la vida y a los acontecimientos. Si en tiempos de Marx o Jesucristo hubiese habido internet puede que ni el marxismo sería lo que fue ni el cristianismo sería lo que es. Cada tiempo tiene sus profetas y los intereses de la audiencia varían según la época.

El cambio puede ser proyectivo o retrógrado. El pasado debe ser siempre un referente de aprendizaje para el futuro; no un modelo de progreso. En un selecto auditorio de Frankfurt, el 25 de junio de 1963, John F. Kennedy decía: “El cambio es la ley de la vida; y aquellos que miran sólo al pasado o al presente seguramente perderán el futuro. Su hermano Robert F. Kennedy, en un capítulo de The Pursuit of Justice, titulado Federal Power and Local Poverty, escribía: “Progreso es una palabra atractiva, pero el cambio es su agente motivador; y el cambio tiene sus enemigos”. El mismo año que el presidente Kennedy hablaba en Alemania, Dean Rusk declaraba en Time que “el ritmo de los acontecimientos se mueve tan rápido que, a menos que podamos encontrar alguna manera de mantener nuestra mirada en el mañana, no podemos esperar estar en contacto con el presente”.

Bertrand Russell sostenía en Philosphy and Politics que “el cambio es científico y el progreso es ético; el cambio es indubitable y el progreso es controvertible”. La rigidez mental es una cadena que esclaviza y limita el necesario cambio de opinión que impulsa la edad y la dinámica social. Saber cambiar de opinión es un rasgo de sabiduría y flexibilidad intelectual. En una conferencia de prensa, el uno de enero de 1965, en Washington D.C., Everett M. Dirksen se dirigía a los periodistas en estos términos: “La vida no es algo estático. Las únicas personas que no cambian de opinión son los incompetentes en los asilos, que no pueden, y los que están en los cementerios”.

La necesidad de cambio, voluntario o impuesto, y el miedo al cambio tienen un cierto poso de nostalgia. Anatole France, en The Crime of Sylvester Bonnard, aventura que “todos los cambios, incluso los más anhelados, tienen su melancolía; porque lo que dejamos atrás es parte de nosotros mismos; debemos morir a una vida antes de entrar en otra”. Renunciar a lo conocido, por malo que sea, para entrar en las sombras de lo desconocido, plantea reparos que no todo el mundo es capaz de asumir; sin embargo, cuando se ha dado el paso, independientemente de las consecuencias, pueden abrirse horizontes de esperanza que compensan el hastío. Washington Irving dice en Tales of a Traveller que “hay un cierto alivio en el cambio, aunque sea para pasar de lo malo a algo peor.

La política se mueve por ciclos, influidos por múltiples factores (nacionales, internacionales, económicos, mediáticos, personales, naturales, artificiales) en cambio constante. En política, el cambio es sano y saludable, para renovar lo viejo, mejorar lo insuficiente y eliminar lo erróneo. La madurez democrática de los pueblos tiende a mantener una estabilidad política creciente, acompañada de progreso y bienestar social, modulada por perfiles de crecimiento económico. Las sociedades inmaduras son pasto de vaivenes en liderazgos políticos que cuando son buenos contribuyen al progreso y cuando son malos abocan a la ruina y al descontento general que, a su vez, motiva cambios violentos de liderazgo con enorme impacto en la vida de las personas y en la capacidad de desarrollo de un país. En las sociedades maduras predomina el cambio gradual, sereno y sostenido; en las sociedades inmaduras prevalece el caudillismo alimentado por la víscera emocional y la ciclotimia secundaria al abuso de poder y a la compra de voluntades.

“Aceptamos el veredicto del pasado hasta que la necesidad de cambio clama lo suficientemente fuerte como para obligarnos a elegir entre las comodidades de la inercia y la irritabilidad de la acción”, manifestaba Learned Hand en una alocución en la Corte Superior de Justicia de Massachusetts el 21 de noviembre de 1942. Casi todos los cambios vienen empujados por algo y la adaptación a nuevas realidades puede conllevar dolor; y, como refiere John C. Calhoun en A Disquisition on Goverment, “el intervalo entre la decadencia de lo viejo y la formación y el establecimiento de lo nuevo, constituye un período de transición, que siempre es de incertidumbre, confusión, error y fanatismo salvaje y feroz”.

Asumir cambios exige renunciar al pasado. En De rerum natura (La Naturaleza de las Cosas), Lucrecio plantea que “cada vez que una cosa cambia y supera sus propios límites, el cambio es la muerte de lo que era antes”, por lo que la nostalgia y la melancolía del ayer lo único que hacen es embadurnar de pasado lo que debe ser futuro.

Los enemigos del cambio, a los que se refería Bob Kennedy, son los nostálgicos a los que les cuesta renunciar a status quo y fastos heredados o usurpados sin mérito; son los que han abusado de su condición sin derecho; son los que sin arte ni oficio utilizan la política como un medio para subsistir fraudulentamente; son los que han canjeado voluntades por votos; son los repartidores de nepotismo; son los instalados en el poder inmerecido; son los incapaces; son los que viven en las cavernas de la conspiración; son los que temen que la libertad los encarcele; son los habitantes de constelaciones donde no se permite que ninguna estrella alumbre por sí misma; son los que sienten terror al funeral de sus excesos; son los que han perdido el tren del futuro porque todavía viajan en carros de tiro; son los que tienen que hacer hogueras para no dejar rastro; son aquellos a los que Tennessee Williams dedica en Camino Real la frase: “Siempre hay un tiempo para partir aunque no exista lugar seguro a dónde ir”.

Los cambios profundos son transgresiones de la pasividad y el inmovilismo. Leyendo With Edgar Varèse in the Cobi Desert, en The Air-Conditioned Nightmare de Henry Miller, uno se encuentra con que “lo nuevo siempre lleva consigo la sensación de violación, de sacrilegio. Lo que está muerto es sagrado; lo que es nuevo y diferente es malvado, peligroso o subversivo”. Guste o no guste, el cambio es una corriente imperativa que no respeta clase o condición en humanos, animales o cosas, otorgándoles valor o sumiéndolas en un proceso de degradación inmisericorde porque el cambio depende del tiempo; y, según Francis Bacon, el tiempo es el innovador más grande que existe.

Auguste Barthélémy decía que “el hombre absurdo es el que no cambia nunca”. También es cierto que cuanto más tiempo dejes pasar más te costará cambiar y más riesgos tendrás que asumir en caso de cambio forzoso; y, aún así, hay cosas que no van a cambiar. Murray Kempton llegó a decir que “los hombres rara vez cambian; aunque lo intentáramos, bajo la fachada del cambio exterior, nuestros corazones a menudo permanecen como lo que son”. No debemos descartar esa posibilidad. Un sabio proverbio congoleño afirma que la madera puede estar años y años en el agua, pero nunca se convertirá en cocodrilo.