Tomar medidas contra los bancos

Beatriz Castro

REALIZAR cualquier tipo de gestión presencial en un banco se ha convertido en una experiencia desesperante en ciudades que, como Santiago, cuentan –o al menos contaban– con una espléndida oferta de oficinas financieras. Si el maltrato hacia el cliente es general en las calles más céntricas de la capital gallega, resulta muy fácil imaginar lo que estará pasando en infinidad de pueblos o en ciudades con menos pujanza. A buen seguro los atropellos, los abusos y las humillaciones hacia los más débiles de la tribu –los clientes de más edad y los que no se apañan bien con la banca electrónica– se repiten a diario en multitud de localidades, pero aquí nadie dice nada ni nadie protesta como hay que protestar. ¿Hay que liarse a palos o manifestarse de forma airada? No, pero la gente sí que tendría que empezar a retirar sus fondos, por pequeños que sean, sus nóminas y sus pensiones de unas entidades que cada vez ofrecen un servicio más indecente a quienes les dan de comer. Si eso es lo que hacemos –dejar de ir– cuando en un súper nos tienen esperando muchos minutos para comprar un frasco de garbanzos, en el bar de la esquina nos sirven el café frío o en la gasolinera nos dicen que nos larguemos de allí si nos manejamos bien con la manguera, lo mismo deberíamos hacer en unos bancos que han reducido el personal al mínimo, que nos obligan a guardar cola en el exterior aunque caigan chuzos de punta –¿por qué algunas oficinas solo admiten en su interior a un máximo de cinco personas pese a tener más de doscientos metros cuadrados de superficie útil?– y que han convertido el servicio de ventanilla en un mero paripé. Lo dicho, hay que empezar a tomar medidas o nos seguirán tomando el pelo a perpetuidad, y más aún con la excusa de la pandemia. Que vale tanto para un roto como para un descosido.

BEATRIZ CASTRO/Periodista