Actos privados y actos de Estado

Firmas
Fernando Ramos

LA decisión de la Justicia británica de considerar que el rey honorífico Juan Carlos I está cubierto por el manto de la impunidad con respecto a los episodios de los que lo acusa su ex manceba Corinna Larsen, por hechos previos a su abdicación en 2014, que lo libra de ser juzgado por presuntos actos de acoso contra su examante anteriores a esa fecha, invita a algunas reflexiones, más allá del vergonzoso encubrimiento de quien llegó a emplear los medios del Estado para sus enredos, aparte del papel de un general palanganero.

La decisión del Tribunal de Apelaciones de Inglaterra y Gales corrige el dictamen del Tribunal Superior de Londres, que en marzo aceptó llevarlo a juicio por las acusaciones relativas al periodo entre 2012 y 2020, de haberla acosado personalmente o a través de individuos de su entorno.

Quedan fuera del posible reproche judicial las acusaciones acoso y espionaje dirigidas por el entonces jefe del Centro Nacional de Inteligencia (CNI), Félix Sanz Roldán. El fallo implica que las acciones del monarca entre abril de 2012 y el 18 de junio de 2014 no pertenecían a su ámbito privado y quedan fuera de la jurisdicción de las cortes británicas.

El asunto va más allá y permite establecer, por pura lógica, que se deben separar los actos propio del rey, como tal, cubiertos por la inviolabilidad porque el responsable será siempre quien los avale, de los actos privados o particulares, de los que debería responder con plena responsabilidad como cualquier otro ciudadano.

Rosario Serra señala que puede aceptar que nuestra Constitución establezca que la persona del rey es inviolable como una fórmula histórica, pero a nadie escapa que tal prerrogativa resulta un tanto anacrónica.

El jurista español Luis Jiménez de Asúa, en 1928, escribía bajo el título La igualdad ante la ley penal: “Tras de fatigoso camino la civilización jurídica ha conquistado la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley penal, tanto en el orden sustantivo como en lo tocante al procedimiento [...] Yo no hallo motivos en las monarquías de tipo constitucional, para este privilegio superlativo, rastro de las épocas en que el poder provenía de fuentes divinas. La tradición española de nuestros teólogos y jurisconsultos divorcióse de la doctrina romana y exigió que los príncipes vivieran en el respeto a la ley”.