De tatuaje, un laurel

Mario Clavell

AQUEL paisano en la cola luce una tortuga en la pantorrilla con sus cuatro patas y la cabecita que asoma bajo el caparazón; mi vecino de autobús exhibe una mariposa negra en el antebrazo; la chica de su lado se tatuó ‘Dylan’ en letra inglesa. Veo una torre, un pirata, la biela de motor de explosión entre laureles, una frase ilegible en letra gótica, una palmera, un tiburón, tres rosas en el hombro, una alfombra persa.

¿Por qué se tatúa la gente? No me atrevo a preguntarlo. Lo hice en una sobremesa de confianza y no me quedó claro. Aquella muchacha lucía un faro y el retrato de su hija en la pierna. Antaño eran los piratas quienes se grababan calaveras. Vemos visto el número de los internados en Auschwitz tatuado en su piel. Aquello no fue una moda. Sí lo es la tendencia actual y connota algún simbolismo. Los tatuados imitan a sus influencers, Messi, Madona, Diego Ramos. Pero ¿por qué mi vecino Carlos? Tiene que haber a la vez algo más profundo: insatisfacción por una apariencia insegura. Tatuajes minuciosos, demasiado oscuros. Algas, mandalas, una franja geométrica que rodea el brazo.

Conocemos otra belleza del corporal más sugerente. La escucha atenta con los ojos bien abiertos, una sonrisa apuntada tras la mascarilla, esas manos sueltas. La gratitud expresada, el gusto de vivir con un proyecto, la lealtad al amigo, ese matrimonio que descubre las riquezas del otro cónyuge... Se ven después que el tatuaje, bellezas más tranquilas que un protector solar cincuenta en el careto.

Nos vendría bien que el inquisitivo Sócrates se pasease por nuestras calles e ironizase de la ropa, de los centros de embellecimiento, de algún tatuaje. Y señalara la belleza tranquila del viejales y sus arrugas. Observo el tatuado en la muñeca de la muchacha: una pequeña corona pequeña de laurel. Victoria del alma sobre la exuberante palmera.