Dictadura de las emociones

José Antonio Constenla

LLEVABA tiempo buscando un término para definir lo que está pasando en el mundo, lo que pasó en Cataluña, donde se demostró que los sentimientos pesan más que la razón: mentiras (“España nos roba”) transformadas en indignación contra una democracia acusada de estar contaminada de franquismo por no permitir su independencia. La palabra es Emocracia y supone que las emociones mandan más que las mayorías y los sentimientos cuentan más que la razón. Lo acuñó Bertrand Russel en 1933 para referirse a la situación que se vivía en la Alemania de Hitler y que desembocó en la Segunda Guerra Mundial.

Vivimos momentos de desasosiego viendo a la Democracia diluirse en favor del seductor atractivo del poder de las emociones. Esta tendencia está cada vez más presente en los enloquecidos medios de comunicación, en los desnortados partidos políticos, en las seductoras redes sociales o en las manipuladas aulas universitarias. Los valores del humanismo y la ilustración han dejado de marcar el devenir de la sociedad. La razón y el sentido común se sustituyen por pasiones donde el discurso del odio gana adeptos, la convivencia se distorsiona y la cohesión social y la democracia representativa se debilitan.

La cultura occidental ha llevado la empatía a niveles insanos, al pasar de ser instrumento para intentar entender al otro o conectar con su sufrimiento a convertirse en la vía de legalización de cualquier queja, reclamo o padecimiento. Esto crea una sociedad del victimismo, en la que los que reclaman ser oprimidos, marginados o discriminados de alguna forma, aunque sea sutil e incluso ficticiamente, obtienen un estatus superior, son inmediatamente reconocidos, admirados, dotados de una moralidad superior y gozan de privilegios.

La Emocracia se ha instalado como práctica política, se abre paso y trata de monopolizar el discurso, lo que supone que los actuales debates sobre nacionalismo, identidad, igualdad o género, conducen inevitablemente al choque irracional y cainita que dificulta la convivencia y enfrenta al hombre contra la mujer, al negro contra el blanco, al homosexual contra el heterosexual... Y así, suma y sigue, fragmentado más y más a la sociedad.

La dictadura de las emociones, alimentada por la propaganda y la publicidad, se apoya en el monopolio de los medios de comunicación para garantizar su triunfo e imponer una moral unitaria, centralizada, homogénea, que convierte en delito toda contradicción, todo disentimiento. A pesar de todo, muchedumbres vehementes se inclinan ante ella, sin que parezca importarles sus consecuencias políticas: Parálisis Ideológica, pues ya existe quien piensa por todos; Parálisis Política, pues sólo hay que seguir al líder y Parálisis de Opinión, sólo importa el criterio de la “inteligencia superior”. Obediencia y silencio, ignorancia y colaboración. ¡Vaya esperanza!