El entierro de Pepe

Firmas
Mario Clavell

LO hicimos en sagrado, rociado su ataúd con agua bendita y sahumado largamente con incienso; el sacerdote dijo “que al paraíso te lleven los ángeles del cielo” y, oh gustosa coincidencia, Shakespeare cierra su Hamlet con las palabras del fiel Horacio: “¡Que la noche te acoja, amado príncipe, y que los coros angélicos arrullen tu sueño!”.

Pepe G se ha muerto octogenario y con la cabeza a paseo hace años. Yo lo conocía hace veinte, Me parece que cantaba perreramente pero pintaba acuarelas de tema marino; imitaba las de Antonio Heredero y sus aduladores decían que superaba al maestro. Era ingeniero de Minas y fue director general de la empresa papelera con mil empleados en Marín. Saneó la ría de residuos indeseados y libró Pontevedra de malos olores. Lo cual no le libró de la diatriba de los medioambientalistas del momento.

De joven empujó activida-des formativas juveniles del Opus Dei en Madrid y mu-
chos cincuentones de hoy se
lo agradecen.

Evocamos la vida eterna, que no ha de cansar, y devolvimos a Pepe a la tierra “de la que saliste” recordó el celebrante. El alma dejó el cuerpo gastado de Pepe en el cementerio vecinal de San Panteón das Viñas (Paderne); allá va ella con tendencia a ajustarse al fin de los tiempos. El cuerpecito serrano y el alma forman una persona y ahora andan en stand by la una sin el otro; lo enseña la fe que compartimos Pepe y yo, y también un buen sentido antropológico.

Contemplé hace medio siglo un gorro de Napoleón en un museo de París, exhibido en una vitrina. Más que el material y el diseño del tocado conservo la memoria viva del polvo que lo cubría. Ante tal sombrero y a su portador tembló Europa toda hace siglos; ahora ya no.

Ante la muerte de un allegado estamos igual que ante la primera muerte. Y cada una nos empuja a merecer una vida futura bienaventurada.

Deica logo, Eleuterio, se despedía una viuda labrega en un relato de Cunqueiro.

Nos vemos, Pepe.