El fin del mundo

Firmas
Marcelino Agís Villaverde

SE abrieron las compuertas del cielo y la lluvia comenzó a caer como si no hubiese un mañana. Los pequeños regatos, que tan solo podían intuirse en los meses de verano por el sinuoso manto de plantas y juncos, se convirtieron en ríos caudalosos de aguas turbulentas y voraces que engullían los márgenes.

Cada arroyuelo se convirtió en un torrente y los ríos engordaron tanto que no tardaron en convertirse en pequeños mares interiores que cubrieron los campos de cultivo y las zonas de recreo en donde otrora se reunían las familias a merendar los fines de semana.

El acopio de agua y sedimentos que llegó al mar fue tan grande que creó nuevos estuarios cuya anchura era difícil de abarcar con la vista. La vida marina quedó sepultada bajo toneladas de arena y los barcos tuvieron que hacer caso omiso de las cartas náuticas en su navegación de cabotaje hacia las costas portuguesas.

Los más devotos consideraron que este nuevo diluvio era la respuesta a las plegarias y rogativas estivales, realizadas para implorar una lluvia que solo había mojado levemente la tierra dos días, y no completos, en el sur de la provincia. Otros culpaban al cambio climático; y aún había quienes se atrevieron a conjeturar que se acercaba el fin del mundo.

Yo preferí sentarme en una taberna de Sanxenxo, muy próxima al Puerto Deportivo, y contemplar como un mar embravecido rompía con fuerza contra Madama de Silgar, mojándole algo más que las pantorrillas. Si es cierto que se aproxima el fin del mundo, cosa que no me extrañaría, que me encuentre a cubierto en el mejor lugar de la tierra para ser testigo del acontecimiento y poder contárselo a ustedes en una de mis columnas de El Correo Gallego.