El magnicidio de las preposiciones... y otras (malas) hierbas

Pablo Acción Badía

LOS historiadores convienen en que la sentencia es de Sócrates. Cuando el Oráculo de Delfos, en la cima del monte Parnaso, proclamó al filósofo como el hombre más sabio de Grecia, este, sorprendido, exclamó: “Este hombre, por una parte, cree que sabe algo, mientras que no sabe. Por otra parte, yo que igualmente no sé tampoco, creo”. Fue el imaginario popular, en ocasiones también sabio, quien tradujo ese galimatías propio de un trabalenguas parlamentario de Mariano Rajoy, en el mucho más sencillo, a la par que funcional, “sólo sé que no sé nada”.

Y si a Sócrates no le dolían prendas reconocerlo, a uno como yo adscrito por edad al moderno oráculo de Google –con sede en la Mountain View de Santa Clara, en California, lejos de Apolo–, tampoco puede avergonzarle reconocer que no sabe casi nada de lengua... por muchos años que lleve el plumilla juntando letras.

Del Parnaso a la Mountain View, pasando por el santuario de Toshogu, en las montañas de Nikko, al norte de Tokio. Sobre los establos sagrados de ese templo luce la escultura de madera de los tres monos sabios (o místicos) que tapan sus ojos, sus oídos y sus bocas, probable herencia del Código de Conducta de Confucio e imagen luego universalizada, que importaron los nipones. O lo que es lo mismo, del confucianismo chino al sintoísmo japonés en sólo un plisplás.

Pero, como nunca nadie acertó a adivinar lo que su autor, Hidari Jingoro, quería expresar con esa peculiar obra, me van a permitir el lujo de interpretarla como juzgue oportuno para lo que hoy nos toca.

Reconocer la ignorancia o las carencias propias, algo siempre plausible, no puede ser óbice para pasar una mínima criba crítica (ver, escuchar, hablar) a lo que nos llega de otros. En especial en nuestra sociedad, claro, a lo que difunden casi sin límite geográfico esas nuevas ágoras que son los medios de comunicación, tomados en su sentido más amplio.

No obstante, tan sólo considerando los canales convencionales –prensa escrita, radio y televisión–, el panorama que se nos muestra es un páramo desolador.

Quizá todo empezó en los propios medios por la desaforada urgencia informativa, el fast food de los programas de entretenimiento de la tele, la acuciante presión de las cuentas de resultados, la gestión editorial en manos de comerciales, el exterminio de los correctores de los periódicos, el todo a cien periodístico. Todo vale, aunque esté mal hecho, con tal de que “venda”.

Así, a diario y de forma insistente, los medios nos bombardean con aberraciones gramaticales de Champions League que, como corolario, van calando paulatinamente en el inconsciente colectivo como la humedad en los huesos.

En la nómina de las más buscadas, sin duda, tres que producen especial daño al oído o a la vista, según toque: la falta de concordancia entre el sujeto y el verbo (“habían catorce vehículos”); el futuro de indicativo como impostor del subjuntivo (“no creemos que mañana lloverá”); y no sé si aún peor, el magnicidio de las preposiciones (“afectó tres personas”). Todo ello, por supuesto, jalonado por el dequeísmo (“creo de que”) y el queísmo (“avisar que”) galopantes; la invasión de los galicismos (“el tema a debatir”); el mal uso de expresiones latinas (“de motu propio”, “a groso modo”); así como la indigencia léxica y una completísima galería de los horrores ortográficos y de pronunciación (“dijistes”, “dijo c’abía llegado”, “areopuerto”). SIC, SIC, SIC, SIC...

Sea como fuere, ante tamaños desafueros no podemos dedicarnos sólo a diagnosticar los síntomas. Tenemos que intentar atacar la causa de la enfermedad.

Sin embargo, en esa batalla, la mayéutica socrática que Platón nos descubrió en sus Diálogos –dar a luz conocimientos que guardamos inconscientemente–, tampoco nos aportará nada. En la mayoría de los casos no se trata de lapsus. Sencillamente se ha producido un deterioro en el lenguaje que emplean los nuevos profesionales del periodismo, porque su formación se ha ido degradando. Son como mecánicos que no conocen las piezas de los coches; como médicos que no dominan la anatomía humana; como arquitectos que ignoran qué materiales pueden prescribir en sus proyectos... pero con la responsabilidad sobreañadida de divulgar contenidos y, a la vez, idioma.

Estas líneas son una luz de alarma que se enciende en las facultades de Ciencias de la Comunicación, en los colegios e institutos, en la RAE y en los despachos de los responsables de las compañías informáticas y de las redes sociales. Es preciso volver a lo sencillo, al sujeto-verbo-predicado. Transmitir a los niños el amor por la lengua. Ceñirse a la norma culta en los correctores telemáticos. Y que la Academia no se deje llevar únicamente por los cantos de sirena de lo popular o de uso frecuente a la hora engrosar nuestro diccionario.