El tren de la ignorancia

Firmas
Ramón Cacabelos
Martin Luther King escribió en Strength to Love que “nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda”.

El tren de la ignorancia tiene muchos vagones y clases. En primera viajan los acomodados, fieles a la megalomanía de una ignorancia próspera, con gran poder adquisitivo. En segunda van los mediocres, instalados en la comodidad sin esfuerzo ni interés. En tercera viajan los pobres, a los que la vida no les ha regalado la oportunidad de entender que hay otros medios de transporte. En los vagones de carga van los servidores de la industria, la ciencia, la tecnología, los servicios, el ocio y sus equipos de alterne profesional. Es un tren que no respeta circunscripciones geográficas, fronteras, culturas, razas y personalidades. Es un transporte realmente barato, relativamente cómodo, asexuado y transcultural. El diseño es antiguo, pero ha evolucionado desde las máquinas de carbón hasta la alta velocidad de los trenes bala y sucedáneos.

Como la ignorancia no comparte mesa con la inteligencia, tiene sus conflictos con las vías, algunas demasiado estrechas para máquinas ultraveloces. Su principal problema es el riesgo de descarrilamiento cuando la carga, la velocidad y la orografía no se entienden. Los accidentes son intrínsecos a la estirpe de los viajeros, que confunden la vida con el tren.

Nadie está libre de cierta dosis de ignorancia. La diferencia radica en quien lo asume con humildad y quien lo lleva con orgullo. El 21 de agosto de 1990, el académico británico de origen germánico, Sir Claus Moser, Chairman de la Royal Opera House entre 1975 y 1987, decía: “La educación cuesta dinero, pero también lo hace la ignorancia”. La ignorancia va más allá de lo que significa el nivel educativo. Hoy día, con el acceso que la gente tiene a la información, de cualquier tipo, en las sociedades avanzadas es ignorante quien quiere, quien se siente cómodo y satisfecho con su alforja de conocimiento. Un proverbio francés lo refleja así: “La ignorancia y la falta de curiosidad son almohadas muy suaves”.

La ignorancia asienta en un fondo psicológico de autocomplacencia y orgullo. Thomas Fuller lo contempla en su Gnomologia señalando que “quien menos sabe es quien habitualmente presume más”. También fue Fuller quien dijo que quien menos sabe es quien repite más veces sus errores. No es fácil transformar ese rasgo de personalidad; pero es posible pulirlo con inteligencia. Benjamin Franklin lo aventura en Sybil al decir que “ser consciente de tu ignorancia es un gran paso hacia el conocimiento”. Otros, cuando lo reconocen, utilizan su limitación como una vía de escape. Así lo refleja Sacha Guitry en Toutes réflexions faites: “Lo poco que sé se lo debo a mi ignorancia”. En The Passionate State of Mind, Eric Hoffer depura el análisis: “Mucho más crucial que lo que sabemos o no sabemos es lo que no queremos saber”. En el mismo sentido apunta un proverbio nigeriano: “No saber es malo; no querer saber es peor”.

La ignorancia es un apetecible colchón para el confort, desde donde se culpa al mundo de nuestras desgracias y a los más listos de nuestras iniquidades. Matthew Prior ironizaba al respecto: “De la ignorancia fluye nuestra comodidad; los únicos miserables son los sabios”. La ignorancia cultiva la fabulación, confunde la realidad, simula escenarios inexistentes y crea fantasmas donde solo hay humo. Montaigne decía en sus Essays que es estúpido medir la verdad y el error con nuestra propia capacidad; y para reafirmarse utilizaba la fábula de aquel que nunca vio un río y cuando ve el primero se cree que es el mar.

En sus Proverbs from Plymouth Pulpit, Henry Ward Beecher señala que “la ignorancia es el vientre de los monstruos”. En el Bhagavadgita se lee que “la sabiduría es impedida por la ignorancia, y el engaño es el resultado”. En L’Art poétique, Nicolas Boileau dice que “la ignorancia siempre está lista para admirarse a sí misma; procúrate amigos críticos”. Robert Browning es cáustico en The Inn Album al afirmar que “la ignorancia no es inocencia sino pecado”. En Letters to His Son, Lord Chesterfield cuenta que “un hombre ignorante es insignificante y despreciable; nadie se preocupa por su compañía, y se puede decir que vive, y eso es todo”.

Cuando la ignorancia se mezcla con el orgullo la combinación es tóxica. Charles Caleb Colton dice en Lacon que “las familias del orgullo y la ignorancia son incestuosas, y se engendran mutuamente”. Algunos defienden la ignorancia para justificar el error. Thomas Jefferson, en sus Notes on the State of Virginia dice: “La ignorancia es preferible al error, y está menos alejado de la verdad quien no cree nada que quien cree lo que está mal”. Esto se aproxima a lo que pensaba Publilius Syrus, que defendía que era mejor ser ignorante de una cosa que conocerla a medias.

La ignorancia simulada puede ser un rasgo de inteligencia. Cuando el mundo premia más la estupidez que la sabiduría, ir de tonto es un escudo. En su 70 cumpleaños, el 29 de agosto de 1946, Charles F. Kettering les decía a familiares y amigos: “un hombre debe tener cierto grado de ignorancia inteligente para llegar a alguna parte”. Para otros, la ignorancia sincera es una desgracia. Martin Luther King escribió en Strength to Love que “nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda”.

La ignorancia cultivada es una conducta inmoral que sistemáticamente hace daño. Es la conducta de los que hablan de lo que no saben; es la actitud desleal de los que opinan sin conocer; es la perversión cínica de los que emiten juicios de valor sobre semejantes que desconocen; es el veneno de los envidiosos que falsifican la verdad para perjudicar a los que no alcanzan; es la humillación moral de los acomplejados incapaces de aceptar que el mal que les aflige va dentro mientras escupen hacia fuera.

“Las mentes no cultivadas no son una plaga de flores silvestres, como los campos no cultivados. Las malas hierbas villanas crecen en ellos y son el refugio de sapos”, dice Logan Pearsall Smith and Afterthoughts. “La ignorancia ciega y desnuda emite falsos juicios de valor, sin vergüenza, sobre todas las cosas, sin descanso”, puntualiza Lord Alfred Tennyson en Idylls of the King. “...Esa indescriptible frescura e inconsciencia de analfabeto es capaz de humillar y burlarse del poder expresivo del genio más noble”, se queja Walt Whitman en Leaves of Grass.

El daño que causa la ignorancia es múltiple y diverso, a nivel personal, de familia, empresa o sociedad. El Dean Henry Cole, en sus disputas con los papistas en Westminster, el 31 de marzo de 1559 decía que “la ignorancia es la madre de la devoción”. James Balwin sostiene en The Price of the Ticket que “es cierto, en cualquier caso, que la ignorancia, aliada con el poder, es el enemigo más feroz que la justicia puede tener”. Sir William Beveridge expresa en Full Employment in a Full Society que “la ignorancia es un mal que los dictadores pueden cultivar entre sus embaucadores, pero que ninguna democracia puede permitirse entre sus ciudadanos”.

Eric Hoffer, en Reflections on the Human Condition, afirma: “Los ignorantes son un reservorio de audacia. Parece que aquellos que aún no han descubierto lo conocido están particularmente equipados para lidiar con lo desconocido. Los incultos a menudo se lanzan a aventuras que dan miedo a los eruditos; y son los crédulos los que están tentados a intentar lo imposible. No saben a dónde van, y le dan una oportunidad al azar”.

Henry Miller, en The Wisdom of the Heart, hace una reflexión muy seria: “Al ampliar el campo del conocimiento, no hacemos más que aumentar el horizonte de la ignorancia”. Es un consuelo la genialidad de Oscar Wilde al decir en The Importance of Being Earnest que “la ignorancia es como una delicada fruta exótica que cuando la tocas deja de florecer”.

En un mundo decadente, donde la ignorancia impregna el aire que respiramos, donde el compromiso con el conocimiento y la rectitud se ha quedado atrófico, donde prevalece el ladrido sobre el razonamiento, donde es más importante la velocidad que la seguridad, donde la anarquía del maquinista puede poner en peligro a los pasajeros, el jefe de estación, dedicado a prevenir colisiones y preservar la circulación ferroviaria, reza aquella oración famosa del Serenity Prayer del historiador y teólogo norteamericano Reinhold Nieburh que, en su Courage to Change de 1961, decía: “Señor, danos serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar, coraje para cambiar lo que debe cambiarse, y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro”. A los que, inocentemente o conscientemente, vegetan sobre el suave colchón de la ignorancia, dentro o fuera del tren, Philip Wylie les dice en Generation of Vipers que “la ignorancia no es felicidad; es olvido”.