Esto es suicida

Jaime Barreiro Gil

CUANDO yo rondaba los veinte años España también estaba cargada de problemas. La crisis política era profunda. La industrial ya mostraba la inviabilidad de algunos si no muchos de sus proyectos más sobresalientes. Para los que quisieran ver, también se iba haciendo visible el agotamiento del motor que hasta entonces y durante más de década y media había sido la construcción. España, vamos, era en sí misma una crisis.

Pero los jóvenes de entonces me parece que éramos distintos de los que ahora andan en las mismas edades y agobios. Nosotros, en general, creíamos con cierta firmeza que aquello tenía una salida. Y más que muchos otros lo creíamos los estudiantes de Ciencias Económicas, una disciplina que se impartía con notoria novedad. Nuestra Facultad era de muy reciente creación. Y nuestra vocación era, apoyada en la avidez de aprender todo lo que sirviese para promover el cambio social que anhelábamos, diría incluso que militante.

Desde luego, éramos una juventud agitada. Y como tal, confiábamos en la política como una vía de compromiso a favor de tanto como esperábamos de nuestro propio tiempo. De aquella facultad se nutrieron abundantemente muchos de los partidos de la época, y de entre los que se implicaron en ello salieron luego concejales y alcaldes, conselleiros y presidentes de la Xunta, diputados regionales, nacionales y europeos, senadores, ministros y no sé cuántas cosas más.

No digo que aquellos políticos fuesen todos estupendos, pero sí que ellos estaban en acción cuando España empezó a cambiar de verdad, política y económicamente, y culturalmente y hasta psicológicamente. Este es hoy un país radicalmente distinto de lo que entonces era.

Las cosas están cambiando bastante. Y hubo y sigue habiendo nuevas crisis. Pero yo creo que siguen siendo tan superables como lo fue, por ejemplo, la crisis industrial de la década de los 1980, que fue muy dura. Aunque hay con respecto a aquel tiempo una diferencia que a más de notoria me parece suicida: los jóvenes de hoy no tienen confianza en la política, y no digo en la que hacen los que actualmente la desempeñan, sino en la que ellos mismos podrían hacer si se implicasen en ella.

Esa desconfianza daña la esperanza del país. Minimiza las posibilidades de un cambio profundo de la cultura política. Y dificulta una depuración de falsos líderes que resulta cada vez más apremiante. Habría que volver a decir a nuestros jóvenes que hay otros que, inmerecidamente, ocupan los puestos que ellos dejan libres. Y pedirles, rogarles, que se impliquen en la política.