Gastronomía, sin exaltaciones

Firmas
Juan Salgado

COMO el chovinismo parroquiano no conoce límites y la envidia ya decía Unamuno que era “la terrible plaga de nuestras sociedades”, asistimos en las últimas décadas a la persistente ebullición de fiestas de pretendida exaltación gastronómica en las que cada pueblo –a semejanza de lo que hace ya más de medio siglo iniciaron con acierto los pioneros de Cambados, Arbo, Lalín o Arzúa– se afana por vender lo más genuino que posee, cuando lo hay, o lo ocurrente e importado, como abunda.

La imparable aventura aglutina ya una lista superadora de los días del año en número que, dados los altibajos de tales eventos, ni la Xunta tiene cuantificados con el rigor que se merece lo que a su juicio supone “poner en valor el patrimonio inmaterial de la Comunidad Gallega”, pretensión sin duda digna de mayor ambición y control que el trampantojo en que por veces se convierten dichas celebraciones a las que con tanta alegría se le otorgan reconocimientos oficiales. Siempre con la obsesión de la cantidad.

El fenómeno, no exclusivo de Galicia, trae causa, dicen, de la atávica memoria que en la sociedad española dejaron los nefastos años del hambre de la postguerra civil y tiene su principal virtualidad en lo generoso de las raciones y lo gratuito o barato de las mismas, servidas casi siempre en ambiente campestre, con sus incomodidades inherentes. Que se acompañen de un vino que supere la categoría del tetrabrik es pedir milagros.

Como, por su abundancia, en la práctica resulta imposible la labor de campo de asistir a todas ellas quien quiera hacerse un juicio cabal de tales eventos en toda su amplia gama ocioso-etílico-gastronómica tiene una fidedigna muestra cada día en la televisión patria como el mejor notario de la desafortunada y archirrepetida imagen de un país colgado de los más negativos complejos de un trasnochado enxebrismo. Esa imagen vendemos.

Como cada pueblo se divierte como mejor puede, nada hay que objetar a la proliferación de tales celebraciones. Lo que sí cabe cuestionar es esa añadida presunción de supuesta “exaltación” que en la mayor parte de las mismas en tan mal lugar deja aquello que se pretender exaltar y que tan frontalmente choca con lo que las buenas prácticas aconsejan.

Tiene Galicia merecida fama de lo extraordinario de sus productos alimentarios en imagen y promoción que Galicia Calidade –dicen que tan envidiada como torticeramente reclamada desde Medio Rural– se afana en promocionar con indudable acierto.

Lalín en lo promocional y cultural, Arzúa en el cuidado, presencia y calidad del producto del que también hacen gala las ferias del Ribeiro o Albariño son encomiables ejemplos, más allá de la decadente parafernalia de que se acompañan algunas, de remar en la misma dirección de Galicia Calidade. A otros corresponde, esta sí, la responsabilidad de que esa imagen no se distorsione con oferta de sucedáneos.

Están en juego 1.700 empresas –el 75% microempresas y el 60 por ciento radicadas en municipios de menos de diez mil habitantes–, 4.600 millones de facturación al año y una ocupación laboral de 17.000 personas.