La guerra: vivida, contada y manipulada

Firmas
José Carlos Bermejo
Bombardero B-29

Fue Leon Tolstoi en Guerra y paz quien llamó la atención sobre la diferencia entre una batalla real, o vivida, y la que los generales dirigen y que luego se cuenta en los libros. En la batalla real los soldados luchan cuerpo a cuerpo, caen heridos, matan o mueren y ven, oyen, y huelen el olor de la pólvora y de los cadáveres que yacen al final en el campo de batalla. Después alguien contará cómo se planificó el combate y dibujará el despliegue de cada batallón, para terminar por ensalzar al vencedor o lamentar la derrota. Una victoria o derrota que luego se enseñará a los niños y sobre la que se exagerará, se mentirá, y de la que se ocultarán sus lados más oscuros.

Vamos a contar un episodio de la guerra real, que comienza en la universidad de Harvard en 1942 y acaba en un genocidio. Se trata de la invención del napalm que podemos conocer gracias a R.M. Neer (Napalm. An American Biography, Harvard, 2013) y a M. Gladwell (The Bomber Mafia, New York, 2021).

Nuestro protagonista es Louis Fieser, nacido en Columbus (Ohio) en 1899, que se graduó en química en Harvard en 1920, doctorándose posteriormente y especializándose en la vitamina K. Su primer puesto como profesor fue en una universidad femenina, Bryn Mawr Collegue en 1925, donde conoció a una alumna, Mary Peters, que luego sería su mujer y compañera en la elaboración de importantes tratados de química orgánica. Mary fue relegada como científica por ser mujer tras graduarse en 1936, pero siempre trabajó con su marido, aunque sin obtener un puesto como profesora.

L. Fieser fue nombrado catedrático de esa universidad en 1939 y remató su carrera académica con 341 artículos publicados, y 13 libros, varios con la coautoría de Mary, 5 de los cuales conocieron tres reediciones. Pero por lo que será más conocido será por la Anonymous Research No.4, un proyecto de investigación entre los 200 que Harvard llevó a cabo con fines militares durante la guerra, gozando de una financiación sin límites.

Lo que intentó conseguir Fieser fue un explosivo incendiario que se adhiriese a las paredes, o a las personas, y eso es el napalm, devastador porque es pegajoso y arde a una temperatura muy alta. Lo consiguió tras un duro trabajo en su laboratorio subterráneo mezclando naftenato de aluminio con el jabón de aceite de coco Metasap y keroseno. Se consiguió fabricar en polvo, para luego mezclarlo con gasolina al 12%, dando como resultado un gel pegajoso de apariencia similar al caviar.

Se probó con gran eficacia el 4 de julio de 1942 en el campo de deportes de la universidad de Harvard, pudiendo fabricarse a partir de entonces. Fieser no sabía cómo y en qué cantidades sería usado. Creyó que se haría en cantidades pequeñas. Pero la historia sería muy diferente.

Desde el inicio de la II Guerra Mundial se pensó que los bombardeos masivos podrían ser de gran utilidad en el frente y la retaguardia industrial. El problema era que si los aviones volaban bajo eran muy vulnerables, y si lo hacían muy alto, entre los 5 y 10 km al final de la guerra, era muy difícil dar en los blancos. Por eso la RAF decidió bombardear de noche, sin apuntar, zonas de muchos kilómetros cuadrados. A eso se llamó bombardeo de área o de rodillo, cuando avanzaban miles de aviones lanzado su carga.

Para dar en el blanco, un genio de la ingeniería, C.L. Norden, creó un ordenador analógico, el Mark XV, que manejaba 64 algoritmos que procesaban datos como la altura del vuelo, la velocidad del avión y el aire, su temperatura, la distancia al blanco, los grados de rotación de la Tierra en la caída de una bomba desde 10 kms. de altura. En teoría funcionaba con blancos fijos en campos de tiro, pero en el combate muy poco. Y por eso cuando los EE. UU. conquistaron las islas Marianas, a costa de 15.000 vidas de sus soldados y 30.000 de los japoneses, para poder bombardear Japón desde las bases de Guam, Saipán y Tiniam, con el nuevo bombardero B-29 se planteó un dilema.

Tenía el mando de esas bases el general Hansel, un militar con principios, que creía que en la guerra combatían los soldados, con unas reglas, y que había que limitar los daños y las bajas, propias y del enemigo. Y como por eso no conseguía bombardear Japón fue relevado en enero de 1945 por C. LeMay, que era todo lo contrario. Era famoso por su dureza, blasfemaba constantemente a la vez que fumaba puros, y no tenía sentido del peligro ni de la prudencia. Por eso decidió bombardear Tokio con napalm y a solo 1.500 metros de altitud la noche de 9 de marzo de 1945.

Eligió una zona de 20 kms. cuadrados de los barrios pobres de la ciudad, porque sus casas eran de madera y papel y arderían con facilidad. Antes de la misión sus pilotos casi se rebelaron porque la consideraban un suicidio. Al final despegaron y lanzaron 1.665 toneladas de napalm sobre esos barrios. Las bombas solo pesaban 2,5 kilos y descendían dejando una bella estela verde. Pero al llegar al suelo crearon una tormenta de fuego en una zona de 40 kms. cuadrados. Las casas se incendiaron, incluso sin que las tocasen las bombas. Se dio el caso de madres que huían de ellas con sus hijos a la espalda y tuvieron que ver cómo el niño se incendiaba por la tormenta de fuego. La gente se tiraba al río, pero si tocaban los puentes de acero tenían que soltarse y así se ahogaban.

El humo del incendio ascendió a 7.500 metros. Los pilotos olían la carne quemada de las 100.000 personas asesinadas en solo 6 horas en barrios sin valor militar. Los aviones quedaron impregnados de ese olor y hubo que limpiarlos al llegar a la base. LeMay estaba orgulloso: “todos son cenizas. Eso, aquello y lo de más allá” (M.Gladwell, p. 171), y por eso siguió bombardeando igualmente Osaka, Kure, Kobe y Nishinomiya. Quemó el 68.9% de Okayama, el 85% de Tokushinma y el 99% de Toyama. En total 67 ciudades en medio año. Se calcula que murieron entre 500.000 y un millón de personas, muchos más que las víctimas de las bombas atómicas. Por eso decía que el mérito de la rendición del Japón era suyo. No es cierto, lo que más pesó para la toma de esa decisión fue el millón de soldados soviéticos que iban a atacar por el norte.

Su carrera posterior estuvo llena de éxitos. Fue comandante de la flota de bombardeos nucleares de los EE. UU., jefe del Estado Mayor del Aire y Japón lo condecoró con el Gran Cordón del Sol Naciente por haber reorganizado su nueva Fuerza Aérea.

Nadie reivindica ese medio, o un millón, de civiles quemados, aunque sí las víctimas de Hiroshima y Nagasaki. En la guerra las cifras pueden ser obscenas, sobre todo cuando, como en Ucrania, la información viene de un único bando. Cuando la propaganda aireada por los EE. UU. y la OTAN hablan de bombardeos masivos ejecutados por el “mal absoluto” que es Rusia, parece que quiere comprar hechos como estos con los lamentables bombardeos actuales con sus cientos de víctimas.

No vale todo cuando se cuenta una guerra y se manipula la información -cosa que siempre se ha hecho y se hará. Pero las 688.263 tumbas de civiles del Leningrado sitiado por los alemanes -de los que parece que ya no se puede decir que hayan invadido la URSS, causando 25.000.000 de muertos-, no son lo mismo que las tragedias de Ucrania, que no tienen justificación alguna. En la invasión soviética de Afganistán murieron 15.051 soldados soviéticos. Por cada uno de ellos cayeron 100 afganos. Los civiles muertos pueden llegar, solo en esa guerra, a 2.5 millones, según el general Lyakhovski. No fueron los misiles Stinger norteamericanos -ahora agotados por los envíos a Ucrania- los que derrotaron a la arcaica y tiránica URSS en Afganistán. Solo dieron en el blanco uno de cada tres, derribando 350 helicópteros. En Vietnam los EE. UU. perdieron 5.400 helicópteros derribados por el Vietcong y Vietnam del Norte. Allí murieron 58.200 soldados americanos, 1.100.000 soldados norvietnamitas, 266.000 de Vietnam del sur y sobre unos dos millones de civiles.

Las cifras importan, porque la verdad importa, y tras cada número había una persona. La historia enseña que hubo cientos de guerras, ninguna buena, pero unas más mortíferas que otras. Por eso no se puede engañar a la gente diciendo que lo que pasa en Ucrania es lo peor que ha ocurrido nunca. Es una tragedia, provocada por V. Putin, al que sus generales llaman “un perfecto y absoluto idiota”, por creer que Ucrania no iba a combatir y podía ganar la guerra en una semana. Los soldados rusos no quieren combatir, y por eso los generales van al frente y caen en combate. En Kiev un teniente coronel ruso se suicidó al comprobar que todos los tanques de su batallón habían sido averiados por sus soldados. En el Donbás dos divisiones aerotransportadas se han negado a ir al frente la semana el 13 al 19 de junio.

La guerra de Ucrania no beneficiará a nadie. Ucrania no puede ser admitida en la UE si no hace 30 reformas para acabar con la corrupción y pasar a ser un estado de derecho, que no lo es, como no lo son Rusia, China, y tantos otros. Son los políticos occidentales ahora los adalides del militarismo, por razones que no se entienden. Los ucranianos serán sus víctimas, además de las de los rusos, cuando la presión económica obligue a dejarlos de lado. Entonces algunos especialistas podrán estudiar la mayor campaña de desinformación de la historia militar, en la que unos políticos desalmados manipularon los sufrimientos de Ucrania y del mundo.