La indignidad de una cierta forma de hacer política

Antonio Viñal

HACE unos años, Peter Haffner entrevistó a Zygmunt Bauman, cuando a éste, nonagenario pero plenamente lúcido, le restaban escasos meses de vida, y el resultado de estas conversaciones entre el periodista suizo y el sociólogo polaco fue un libro que en español lleva por título Vivir en tiempos revueltos. Esté uno de acuerdo o no con las reflexiones del autor de Tiempos líquidos, lo cierto es que aquéllas, llenas de matices, constituyen un análisis comprometido de la realidad de nuestro tiempo. Una de estas reflexiones se centra en torno a lo que él llama identidad líquida, que cada cual puede escoger y cambiar a discreción, incluso hasta el extremo de poder tener varias identidades, no sólo diferentes, sino también contradictorias. Esta especie de polimorfismo puede llegar a afectar a cómo una persona piensa, siente y se comporta, provocando en ocasiones creencias irreductibles a la lógica, que, pese a ello, son sostenidas firmemente.

En muchos de nuestros políticos, por ceñirme ahora a los responsables máximos de nuestro futuro colectivo, se dan estas identidades líquidas, y entre ellos destaca, sobre todo, uno, Pedro Sánchez. En su día lo reconoció Carmen Calvo, al distinguir en él, en una suerte de desdoblamiento funcional, dos personalidades distintas, la de candidato a la presidencia del Gobierno y la de presidente del Gobierno, que justificarían por sí solas los cambios de opinión que fueran precisos, como ocurrió en el caso de los indultos a los condenados por la sentencia del procés. Así, a Pedro Sánchez no le costó cambiar su posición a favor del cumplimiento de la sentencia por otra, casi sin solución de continuidad, a favor del indulto, basada no en razones no jurídicas, sino políticas, de “utilidad”, “generosidad” o “convivencia”, exigiendo incluso al tribunal sentenciador, en un claro desafío al imperio de la ley, ignorar aquéllas y plegarse a éstas.

Este desafío, que vulnera el espíritu más representativo de la transición, el que ejemplificaba el respeto absoluto a dicho imperio, y que se resumía en el principio de ir “de la ley a la ley”, no sólo supone una ruptura de las reglas de juego democráticas, sino también, por el cargo que representa, una evidente ignominia personal y una no menos evidente deslealtad institucional. El hecho de que se haya criticado esta actuación ha merecido, a los ojos de una constitucionalista como Carmen Calvo, una severa descalificación, al tildar de “fascistas” o “filofascistas” a los que se han atrevido a defender la Constitución, y evitar atribuir un epíteto semejante, en cambio, a los que, habiéndola vulnerado, fueron reprobados por ello. En estas circunstancias, si la defensa de la constitución es, según dice ella, “fascismo”, ¿es acaso el texto constitucional expresión de un “fascismo normativo”?

Al hablar de identidades líquidas resulta imposible no detenerse, siquiera sea brevemente, además de en el Gobierno, en la Administración, y en concreto, en los numerosos asesores que pueblan los distintos ministerios, y cuya contratación, a juzgar por la mayoría de sus cualificaciones académicas o profesionales, que en algunos casos no llega ni al graduado escolar, responde más a criterios clientelares que meritocráticos. Una contratación que comporta un coste de más de 65 millones de euros y que revela una forma de hacer política –común, aunque en menor medida, a otros gobiernos– en la que lo que se busca en la persona contratada no es tanto el desempeño capaz y eficiente de un puesto de trabajo como el apoyo leal y sin fisuras al político de turno, aún a costa de no hacer frente, en determinadas ocasiones, a decisiones que no se comparten, y de retorcer, cuando sea necesario, la propia conciencia.

Por último, en este contexto no puede faltar una referencia a los valores que deben estar siempre presentes en toda acción política, ya sean de carácter ético, o incluso estético, y que por lo general suelen brillar por su ausencia en el Gobierno actual. El hecho, no ya de contradecirse permanentemente, desdiciendo un día lo afirmado la víspera, sino lisa y llanamente de mentir de forma abierta y constante sobre cualquier materia, revela no sólo el poco valor que se otorga a la palabra dada, sino también que las promesas electorales, como decía Charles de Gaulle al referirse a los tratados internacionales, duran lo que duran.

Esta carencia de valores, que se destila gota a gota a través de un nuevo lenguaje, en un contexto de férrea corrección política que no admite crítica alguna, conlleva una lenta disolución de creencias comúnmente compartidas que hasta no hace mucho constituían la razón de ser nuestro país, y que ahora se consideran periclitadas. ¿Hasta cuándo?