La lógica de la regeneración política

Antonio Viñal

“There is no public criterion of the true and the false, of the right and the wrong” (Walter Lippmann, The Public Philosophy)

LOS sucesos ocurridos últimamente en el seno del Partido Popular, que culminaron, como era previsible, con la dimisión de su presidente nacional y de su secretario general, son un reflejo más de lo poco ejemplarizantes que en ocasiones suelen ser determinados comportamientos políticos. Como lo son también las reacciones de otros partidos ante estos hechos, al presentarse como lo que no son, evidenciando así una patente contradicción entre los compromisos que dicen que asumen y los hechos que tozudamente desmienten esta asunción. Ello nos conduce, nos guste o no, a una inevitable reflexión sobre la regeneración política, tantas veces proclamada y tantas veces conculcada, reflejo de una evidente falta de criterio público acerca de lo verdadero y lo falso, de lo correcto y lo incorrecto, como señala Walter Lippmann.

La actividad política debe ajustarse, por un lado, a principios constitucionales, y, por otro, a valores éticos, pero este ajuste, que en principio puede parecer una obviedad, en la práctica no lo es tanto. En numerosas ocasiones, estos principios y valores se transgreden de forma frecuente por los partidos y sus militantes, provocando con ello una progresiva desafección democrática, sin que esta desafección, pese a la gravedad de sus consecuencias, parezca importarle mucho a unos y a otros. La constante reiteración de conductas reprochables, vinculadas a la corrupción, a la irresponsabilidad, o a la negligencia, deja sin responder una y otra vez, entre otras muchas, las siguientes preguntas: ¿cómo se toman las decisiones que afectan a los ciudadanos?, ¿cómo se manejan los fondos públicos?, ¿cómo actúan las instituciones?

Unas conductas tan graves como éstas, reflejo de una clara falta de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, que pueden predicarse, salvo contadas excepciones, de cualquier opción ideológica, requieren una apremiante regeneración. Pero este requerimiento regeneracionista no puede, ni debe, quedarse aquí, sino que también tiene que extenderse a otras conductas, como son las derivadas de las relaciones entre los propios partidos, caracterizadas por una alarmante instrumentalización de la normativa vigente, de los órganos estatales o comunitarios o de los distintos medios de comunicación, que son utilizados como armas arrojadizas por unos y por otros para negar legitimidades democráticas, atentar contra el honor y la intimidad personales o patrimonializar organismos y entidades públicas.

Así, en un contexto tan delicado como éste, que obliga a adoptar decisiones con extrema rapidez, resulta sorprendente que el Partido Popular, a la hora de transmitir la presidencia y de afrontar su regeneración interna, se esté tomando un tiempo a todas luces excesivo. Un tiempo que contrasta con el que Maquiavelo recomienda en El Príncipe para casos similares, al decir que “el que se haga príncipe de un Estado (...) no cuenta con mejor recurso para conservar su poder (...) que el de renovarlo todo”, para lo cual “es menester que establezca en las ciudades nuevos gobiernos con nuevos nombres, una autoridad nueva y personas nuevas”. Ello le hubiera evitado, sin ir más lejos, el tener que salir al paso de declaraciones tan comprometidas como las hechas hace unos días por su anterior presidente en el seno del Partido Popular Europeo.

Ahora bien, si el Partido Popular debe llevar a cabo un proceso de regeneración interna, otro tanto debe hacer el Partido Socialista, dado que los problemas que atribuye en exclusiva a una “oposición desleal” proceden en gran medida de él y, por extensión, de los partidos con los que forma Gobierno o le otorgan –bien caro, por cierto– su apoyo parlamentario.

¿Cómo explicar sino las críticas a la formación de un Gobierno de coalición en Castilla y León sin aplicar ese mismo criterio a su propia coalición de gobierno; la opacidad en la gestión de los fondos de rescate a las empresas estratégicas; la invasión de funciones del Consejo General del Poder Judicial; el asalto a organismos y empresas públicas; o la red de corrupción creada en su día en Andalucía para desviar dinero público? ¿Tal vez mediante una especie de ley Gresham en la que lo irracional desplaza a lo racional?