La torre del fantasma

Gonzalo Catoira

Uno de los mitos urbanos porteños más arraigado cuenta que en 1908, la productora agropecuaria María Luisa Auvert, dueña de una gran estancia en la localidad de Rauch, en el interior de la provincia de Buenos Aires, decidió invertir parte de su fortuna en la construcción de un gran edificio de departamentos para alquilar sobre un terreno que poseía en el barrio de La Boca. El proyecto del inmueble, ubicado en la esquina de las avenidas Almirante Brown y Benito Pérez Galdós, a pocos minutos del estadio “La Bombonera”, fue encomendado al arquitecto gallego Guillermo Alvarez, nacido en Cortegada (Orense), de familia indiana y benefactor de su pueblo.

El pequeño castillo, de una gran belleza arquitectónica que respetaba con estilo la figura triangular del terreno, tenía tres lujosos pisos coronados por una imponente torre circular de salientes rectangulares que refería a la arquitectura medieval. Los detalles del diseño, su ubicación privilegiada y la altura del edificio alrededor de casas humildes, lo convirtieron en un icono del barrio. Impactada por el resultado final, María Luisa felicitó a Alvarez por su trabajo y en vez de poner sus dependencias en alquiler, decidió abandonar el campo, mudar su estilo de vida a la gran ciudad e instalarse a vivir allí con sus sirvientas.

Adornó todo el edificio con muebles y plantas traídas de España pero su estancia no iba a ser lo que soñaba: los vecinos de la zona comenzaron a acusar a la nueva vecina de “hacer brujerías” y que en su casa sucedían cosas extrañas. El rumor era que se escuchaban gritos desgarradores de madrugada, las luces se prendían y apagaban durante la noche y todos los perros del barrio ladraban mirando a la torre; hasta se hablaba de cuchillos y sillas que volaban. Rápidamente y sin ninguna explicación, las empleadas empezaron a renunciar e irse de la mansión; nadie quería trabajar en ese aterrador lugar. La señora Auvert resistió unos pocos meses y luego de vivir menos de un año en el edificio, abandonó su casa y volvío a su casa de campo en Rauch.

El inmueble quedó abandonado, mientras Guillermo Alvarez y su familia, que habían llegado a Argentina en 1880 como humildes albañiles, estudiaron arquitectura y se fueron convirtiendo en respetados miembros de la gran comunidad gallega en la ciudad. Su padre Manuel fue uno de los constructores de la aduana porteña y luego volvió a Cortegada, donde colaboró activamente en el crecimiento del pueblo. El propio Guillermo estuvo a cargo, entre ciento de obras, de la construcción del palacio que albergó a la Embajada de España en Buenos Aires hasta el año 2003 y actualmente es la residencia del embajador. Y su hermano Alfredo dirigió el Banco Español y la Asociación Patriótica Española, además de ser socio fundador y presidente del Centro Gallego, al que donó el predio para su primera sede.

Pero el edificio de la torre de La Boca no iba a tardar mucho en convertirse en leyenda: al tiempo su dueña, con problemas económicos, decidió ponerlo en alquiler y el castillo se llenó nuevamente; esta vez separado en departamentos, con inquilinos inmigrantes y artistas que desconocían su misterioso pasado. El nivel más alto lo ocupó Clementina, estudiante de Historia del Arte y pintora de profesión, dulce y simpática, muy querida por sus vecinos. Allí donde estaba la torre instaló su estudio artístico, un pequeño espacio que la inspiraba por la vista privilegiada que tenía desde las alturas: pronto su talento llamó la atención de la sociedad y Eleonora, una periodista de Barracas, decidió entrevistarla.

La nota se realizó en el atelier del castillo, con Clementina exhibiendo sus obras y Eleonora tomando fotografías a los trabajos, especialmente al último en el que estaba trabajando la artista: el favorito de ambas, elegido para abrir la próxima muestra. Esa misma noche, luego de la entrevista y gritando desesperadamente sin aparente motivo, Clementina se arrojó al vacío desde la ventana de la torre. Enterada de la situación, la periodista decide revelar de inmediato las imágenes y el resultado fue impactante: en las fotos de su último cuadro se veían tenebrosas figuras similares a duendes, que no existían en la pintura original. Eleonora, aterrada por lo sucedido, volvió al barrio de La Boca, donde los vecinos le contaron sobre la historia de la mansión y con su ayuda logró ubicar la hacienda donde María Luisa Auvert se refugiaba en Rauch. Fue hasta esa localidad con la intención de entrevistarla, pero la dueña del inmueble, envejecida y agobiada solo atinó a responder “fueron los duendes, fueron los duendes... ellos la obligaron a tirarse”. Desde entonces, los antiguos gritos volvieron a escucharse, los perros volvieron a ladrar mirando la torre y suele verse en esa esquina el espectro de una figura fantasmal y aspecto femenino merodeando la casa.

El arquitecto Guillermo Álvarez, que aún exitoso en Buenos Aires siguió viajando con frecuencia para visitar a su familia en su pueblo natal, ha sido reconocido en Cortegada por sus obras benéficas para el pueblo: entre otros aportes, en su testamento dejó parte de su herencia para los pobres del concello, construyó el edificio del famoso balneario y financió la primera Escuela de Letras denominada “República Argentina”, que actualmente es sede del Ayuntamiento y donde una gran placa lo homenajea como hijo ilustre. Condecorado por Alfonso XIII con la Gran Cruz de Isabel La Católica por su tarea filantrópica, además una calle lo recuerda junto a su hermano.

Sin embargo, del otro lado del océano su historia de vida es poco conocida y el nombre del benefactor gallego queda automáticamente asociado a la construcción de la tenebrosa “Torre del Fantasma”, que se mantiene erguida y algo descuidada en el barrio de La Boca. Su fama de edificio maldito es una de las leyendas urbanas de Buenos Aires difundida con más fuerza: incluida en el recorrido de todos los circuitos turísticos de “casas embrujadas” de la ciudad, es imposible pasar por esa esquina sin mirar hacia arriba e imaginar el fantasma de la dulce Clementina.