Lenguaje y política

Firmas
Fernando Ramos

HACE unos días, el señor presidente del Gobierno, doctor Sánchez, terminó uno de sus discursos de este modo: “Punto y final”. Y se quedó tan pancho. Por los mismos días, la señora ministra de Trabajo, Yolanda Diaz, empezaba su intervención en un acto público de esta guisa: “Autoridades, autoridadas, autoridades...”, sin inmutarse. Son apenas dos ejemplos notables de los estragos actuales que la quiebra sucesiva de la escuela española viene generando en la formación ordinaria del país. Sánchez, quien ya nos sorprendió al afirmar que Antonio Machado era de Soria, es sin la menor duda uno de los más pertinaces usuarios de un estilo de hablar incorrectamente. Pero no el único. Lo de la ministra comunista tiene otra lectura, pues sin duda, en la senda de su Camarada Montero, iba por la vereda del lenguaje inclusivo y “queer”, sin darse cuenta que autoridad es ya femenino.

Es precisamente en el Congreso de los Diputados, donde otrora fuera templo de la oratoria, el espacio, el gran recipiente donde emergen todas las incorrecciones conocidas y por conocer. El poeta hondureño Livio Ramírez, miembro de la Academia Hondureña, es uno estudiosos que con mayor preocupación ha denunciado el mal uso del habla que, en su país, y en el resto del mundo hispánico,: “El estamento político evidentemente ha hecho del idioma lo que quiere, lo usa muy mal, confunde a la gente y además lejos de dar signos de querer apropiarse de los instrumentos que permitan la emisión de un mensaje claro, convincente y propositivo, cada vez se hunde en una dimensión irracional, casi de desprecio por el idioma español”.

Recientemente, una profesora de lengua se refería al motivo de fondo del mal uso de la lengua que se aprecia en la política o en los medios, señalando que, en no pocas ocasiones, no sólo se debe a ignorancia u olvido de las reglas, sino a algo peor “motivos ideológicos”; es decir, que se considere que lo “moderno” es sustituir palabras, giros o acepciones porque eso es lo que se exige en nuestro tiempo. Los defensores de esta “modernización” argumentan que el lenguaje es una “construcción social” y que es inevitable que ello influya en su uso. O sea, lo progre es hablar mal.