Pandemia y fiestas

Firmas
Luis Caramés

ME lo he pensado dos o tres veces. ¿Qué vas a hacer? ¿Citarás algunos comportamientos en los que están implicados jóvenes, como de alto riesgo para la sociedad, en tiempos de pandemia? Tema más que delicado, pero en el que las evidencias han sido más tajantes que los melifluos paños calientes de las autoridades, quienes se llevan las manos a la cabeza cuando buena parte del daño está hecho.

En primer lugar, la juventud es el tiempo de los amplios horizontes, la vitalidad plena, la primavera de los sentimientos y los deseos. Que no les vengan con pamplinas ni virus inoportunos. Ya llegará el momento de ser razonable, no va a pasar nada, todo lo más una multa que seguramente yo no pagaré y mis padres tampoco. Pero ya nadie discute que, junto a otros elementos, algún ocio juvenil no es inocente en lo que se ha dado en llamar segunda ola de contagios. Una calle, un piso, un jardín o una playa, cualquier escenario es bueno para hacer fiesta.

Ha habido y hay quienes las organizan profesionalmente, por Europa las llaman “tecno clandestinas”, sin distancia ni mascarillas, con justificaciones peregrinas dadas las circunstancias: la diversión es vital, es una salida, una zona de tolerancia sin igual. Y el mensaje cae en tierra fértil, ya que antes les han dicho que no arriesgan, que la cosa va de viejos y frágiles. Alguno cae, pero son excepciones.

Tampoco es tarea fácil convencer a la juventud de que pueden ser vector de propagación de la enfermedad, si no se sienten mal. No son comportamientos exclusivos de la poca edad, pero sí mayoritarios. Y ha habido información, aunque siempre parezca poca. Así que hemos entrado en la ya inevitable etapa del freno radical, de la coacción legal efectiva, de no andarse con medias tintas, si bien es cierto que estamos inmersos en una cacofonía de disposiciones, competencias, tribunales y tertulias, que lo raro sería que hubiese claridad para proceder.

Responsabilizarse es tanto una cuestión de razón como de emoción. Y en esta gran desgracia juegan ambas, no en vano no se puede ser impunemente –porque hay normas y hay sentimientos– coadyuvantes al sufrimiento o a la muerte de otros. Vivimos un equilibrio frágil entre las responsabilidades colectivas y las individuales, lo que atañe a todo el mundo, también a los jóvenes.

Dicho lo anterior, hemos de reconocer que hay miles y miles de jóvenes concienciados y, por tanto, prudentes. Pero las características del virus hacen que unos centenares, aquí y allá, con su negligencia y –por qué no decirlo, con su egoísmo– sean suficientes para extender el problema. El consuelo es que también los ha habido que han dado testimonio de su vis altruista y solidaria, ayudando a colectivos en dificultad.