Sobre la felicidad

Firmas
Marcelino Agís Villaverde

EL mes de noviembre incendia el otoño y el paisaje se viste de nostalgia. Volvemos a recordar el sabor áspero del frío y la monotonía de la lluvia en los cristales. El viento de la noche empuja nuestros pasos hacia la quietud del alma y nos sentamos a llorar por los ausentes.

El verano es una añoranza insulsa ante la inminencia del largo invierno que tenemos por delante. Días grises en los que el mundo es una estufa de butano, sin más pretensión que la de hallar una cerilla en el cajón de la cómoda. Solo el dorado fulgor de las hojas, suspendidas en el aire durante un breve lapso, logra arrancarnos un suspiro, pero es de melancolía y no de alivio.

Noviembre siempre ha sido para mí una promesa del frío gélido que araña la puerta, aunque nos regale días luminosos en los que tiznamos los dedos comiendo castañas asadas, mientras sacamos del armario una vieja bufanda.

Solo las páginas ajadas de un buen libro son capaces de vencer las noches interminables de noviembre, pues ni el otoño puede derrotar la magia de la lectura, probablemente el camino más corto para acariciar a tientas la puerta del ser. Mascullamos palabras envueltas en un silencio íntimo y sobrecogedor. Honda quietud, apenas perceptible, que marca el ritmo inánime de un instante inolvidable y ya olvidado.

Cuando la última hoja del poderoso arce haya caído, contemplaremos la desnudez de la tarde mientras vemos convalecer al sol dolorido en el horizonte. Nadie se espante pues la vida no es más que el dulce y decadente encanto de un instante perdido. Solo aspiro a poder zurcir un día la poética de esos instantes efímeros para saber si existe la felicidad o si es cosa de filósofos.