La estrategia del avestruz: la extinción de los hindúes afganos

Firmas
Gabriel Vilanova
Niñas sijs. Foto: ECG

Desde el imperio romano al imperio americano el águila ha desplegado sus alas en escudos y banderas. Y es lógico, pues es un ave que vuela a gran altura y ataca a sus presas velozmente y sin piedad. El presidente Biden, sin embargo, debería pensar sustituir ese águila, que despliega sus alas bajo los lemas “confiamos en Dios” y “de los muchos hicimos uno”, por el avestruz, un ave veloz en su huida y caracterizada por su capacidad de esconder la cabeza bajo tierra, tras anunciar su última decisión de retirar todas sus tropas de Afganistán y poner fin a “la guerra interminable”.

Solo hay dos clases de guerras: las que se ganan y las que se pierden, y si un país inicia una guerra que no puede acabar, eso quiere decir que fue derrotado, y debería reconocerlo. Biden ha comenzado su mandato con amonestaciones de cowboy hacia China y Rusia, que parecerían más propias de su pintoresco, pero más pacífico, predecesor. Le dice a China que no consentirá que sea más rica y fuerte que su país, a lo que le contesta su presidente ofreciendo “una impenetrable gran muralla de acero de 1.400 millones de habitantes”, mientras Putin, consciente de la futilidad de esas amenazas, le pide que se tranquilice.

Otros países de la OTAN, como Alemania, pidieron prorrogar la misión en Afganistán otro año más, pero la retirada unilateral de los EE.UU. llevó a que todos los miembros de esa organización hayan retirado sus tropas a día de hoy. España se fue en mayo y Alemania e Italia en junio. Tras el anuncio de esta retirada, el enemigo de la OTAN, los talibanes, no solo no se han asustado, sino que lógicamente se han crecido, conquistado la mayor parte de los casi 400 distritos en los que se divide el país y retirándose de las conversaciones de paz con el enemigo que huye. El mes pasado han caído en sus manos 700 de los 2500 humvees - vehículos blindados, armados con una ametralladora pesada - de un ejército que ha tenido 703 muertos en un país en el que se ha asesinado a 208 civiles en ese mismo mes, pero del que no hay información en muchos distritos a los que se aísla cortando la electricidad y apagando internet y los móviles. En ese ejército cunden las deserciones: los talibanes incluso pagan a los soldados que se retiran, y así sus armas van incrementando cada día su potencia de fuego.

Los servicios de inteligencia y los mandos militares advierten de que, o bien en menos de seis meses todo el país será controlado por los talibanes, o bien acabará en una guerra civil, similar a la que tuvo lugar en la década de 1990, y que es muy mal conocida. El presidente Ghani ha decidido repartir armas entre los diferentes grupos étnicos, para frenar a los talibanes, que centran sus ataques en las zonas no pastunes. En ellas, como en la provincia de Badakhshan, practican la limpieza étnica, destruyendo las aldeas no pastunes y quemando sus casas. En el distrito de Anar Darah en la provincia de Farah por ejemplo, han dinamitado las viviendas, y en la región del Hazarayat también han quemado las cosechas, al igual que en otros distritos de la provincia de Daikundi. De lo que se trata es de hacer desaparecer a los grupos no pastunes y llegar a un acuerdo con el gobierno pastún para lograr una sociedad étnicamente uniforme.

El presidente Ashraf Ghani, que vive atrincherado en la Green Zone de Kabul, donde solo escucha a dos de sus ministros y a su sabia esposa, como cualquier déspota que se precie, decidió no ayudar a los grupos que lo apoyaron y hacer una campaña publicitaria a favor del arrepentimiento y el cambio de doctrina de sus compatriotas pastunes, los talibanes, financiada desde el año 2016 con millones de dólares. Como golpe de efecto les ofreció un alto el fuego en 2018, lo que les facilitó su pacífica penetración en ciudades como Kabul. Fue advertido de que estaba cometiendo un error fatal, pero hizo oídos sordos a los militares que se lo advirtieron. Hasta que, como él mismo acaba de decir, “está a una sola bala de la muerte”.

Compartió su ceguera con el enviado de los EE.UU., Kahlilzad, que sostuvo que no había “ solución militar” para frenar la violencia talibán, que crecía ante sus ojos día a día. Puede ser que no haya solución militar, pero dejar entrar a los talibanes en las ciudades sin ni siquiera usar un caballo de Troya, contemplar como destruyen edificios, matan civiles y queman sus casas, de solución, precisamente, no tiene nada. La tolerancia y la impotencia mantenidas por dos décadas por parte del estado y los pastunes frente a ellos los ha envalentonado y convertido en una amenaza para todo el país o en el prólogo de una guerra civil.

En las provincias del norte no pastunes la gente se está armando, para volver a recrear la Liga Norte, que expulsó a los soviéticos en la década de 1980 primero y venció a los talibanes en la de 1990. Muchos creen que lo mejor es enfrentarse a ellos con las armas para defender sus vidas y proteger sus propiedades. Pero esas nuevas milicias también comienzan a ser un problema, porque tras derrotar a los talibanes pueden fragmentar el país asumiendo el poder por su cuenta, alguna que otra vez. Esas milicias carecen de entrenamiento, están muy mal dotadas de armamento para luchar contra una milicia con 20 años de experiencia. Un ejército que toma represalias, tras la rendición o la derrota de cada pueblo, matando indiscriminadamente a todos sus habitantes.

Durante siglos las comunidades sijs e hindúes vivieron en Afganistán. A día de hoy solo quedan entre 300 y 700 personas, pues desde los años 1990 el 99% de ellos dejó un país que, si bien acepta en su constitución su derecho a la vida y a la práctica de su religión y el desarrollo de su cultura, también ha permitido que sean acosados y se les impida practicar sus ritos

En 2017, en una carta abierta al presidente afgano del líder de esta comunidad en Afganistán y en la diáspora europea, Ishwar Das, pidió que se les retirase el derecho de ciudadanía, porque en realidad no les servía para nada. Sus edificios religiosos les han sido expropiados y luego han sido vendidos, así como sus tierras. Y además en las embajadas del país en Berlín y Bonn, por ejemplo, los funcionarios afganos se venían negando sistemáticamente a expedir documentos de identidad a los sijs e hindúes afganos. La carta termina así: “la única solución radical para prevenir el asesinato, el fanatismo y la discriminación en las embajadas sería la revocación de la ciudadanía de las comunidades hindúes y sijs de Afganistán, aunque ello supusiese añadir otra nota infamante a la historia de Afganistán”.

Vivían esas comunidades en las provincias de Jalalabad, Ghazni y Kabul. Sus hijos poco a poco dejaron de ir a la escuela por ser víctimas de la discriminación y sufrir el acoso de sus compañeros y profesores. Sus familias no solo no pueden practicar su religión, sino tampoco incinerar a sus muertos. Fueron atacadas sistemáticamente por los talibanes y el ISIS, pasando de 200.000 a entre 300 y 700 personas, que viven refugiadas en los restos de los viejos templos y se enfrentan a la creciente violencia talibán. Podríamos pensar que deberían irse a la India, pero es que tampoco es su país, desgraciadamente. En ella son minoría, y desde que Narendra Modi, jefe del partido Bahratiya Janata está en el poder, su situación ha empeorado. Ese partido invoca la hinutva (”hinduidad”) de la cultura hindú, de la que exalta sus valores y se opone al secularismo del Partido del Congreso. Por esta razón muchos de los sijs e hindúes afganos refugiados en la India han sido obligados a volver a su país a lo largo del pasado mes.

Hay una cosa que está muy clara, y es que quienes eran vulnerables antes, ahora lo son más, porque los defensores de los derechos humanos y los trabajadores sociales son blancos preferidos de los talibanes. Así, está comunidad se extinguirá en el silencio en Afganistán, perdiéndose entre la noche y la niebla, tal y como los nazis bautizaron lo que iba a ser el exterminio definitivo del pueblo judío. EE.UU., Europa, Canadá y muchos otros países deben asumir la responsabilidad moral y política que trae consigo el haber ocupado Afganistán, de una forma torpe e ineficaz, durante veinte años, porque el derecho internacional regula las responsabilidades de los países ocupantes en caso de guerra, entre las que está la protección de las vidas y derechos de la población pacífica e inocente. Por supuesto, si no queda otra solución para esos mínimos grupos, deberían darles asilo. Para una comunidad es muy duro dejar el lugar en el que ha nacido y en el que sus antepasados vivieron por siglos, pero si se le niega el derecho a vivir, para ella esa puede ser la única forma de salvar unas vidas que quienes podían haberlas protegido no pudieron, o no quisieron, hacerlo.