El fulminante avance de los talibanes y el derrumbamiento del Estado sorprendió a casi todo el mundo, incluyendo a algunos mandos militares que no vieron que cada guerra es diferente a todas las anteriores y que las doctrinas al uso pueden ser inútiles ante nuevas realidades. TEXTO José Carlos Bermejo Barrera

Un castillo de naipes: Afganistán

Internacional
José Carlos Bermejo

El fulminante avance de los talibanes y el derrumbamiento del estado sorprendió a casi todo el mundo, incluyendo a algunos mandos militares que no se dieron cuenta de que cada guerra es diferente a todas las anteriores y que las doctrinas al uso pueden ser inútiles ante nuevas realidades. Los militares suelen tener una mentalidad conservadora, y no solo políticamente, sino en su propio oficio. Es lógico, porque la guerra es una situación extrema desde todos los puntos de vista, y para poder afrontar grandes peligros se requiere tener la seguridad de un método para vencer al enemigo, o por lo menos no perder la vida, y poder retirarse en el momento preciso.

Los estrategas, y la opinión pública, que muchas veces tiene una visión verosímil de lo que es la guerra gracias al buen cine bélico, creen que el núcleo de la guerra es la batalla, o la sucesión de batallas. Una batalla es un enfrentamiento de dos ejércitos en un escenario en el que se deciden la victoria y la derrota. Las batallas pueden ser a campo abierto, en una guerra de posiciones, o en la toma de una ciudad. Cada batalla depende del número de soldados de cada ejército, de su armamento o capacidad de fuego, tras la generalización de los fusiles y la artillería, pero también de quién esté a cargo del mando y de la voluntad de las tropas de no retroceder, de atacar al enemigo y de asumir sus bajas.

Tras la II Guerra Mundial
el modelo de batalla terrestre fue el enfrentamiento de unidades móviles, acorazadas o no, que maniobran en coordinación con la artillería y con las fuerzas aéreas, que pueden decidir el combate en determinados momentos, destruyendo blindados, artillería o a la propia infantería. El problema es que, como señaló con acierto J. Keegan en su libro The Face of Battle, 1976, el aumento de la movilidad y la potencia de fuego han hecho casi imposible concebir gigantescos enfrentamientos mecanizados, como fue la batalla de Kursk en la II Guerra Mundial, en la que se aniquilaron entre sí miles los blindados alemanes y soviéticos, por lo que se puede hablar del fin de las batallas.

Concebimos la toma de una ciudad de la misma manera que una batalla. En una ciudad como Stalingrado se atrinchera un ejército, y otros lo atacan con artillería, aviación e infantería, lo que tiene como consecuencia, en primer lugar, que la ciudad asediada se convierta en una fortaleza de trincheras entre las ruinas y su toma sea mucho más difícil. El bombardeo de las ciudades durante la II Guerra Mundial no sirvió casi para nada, ni desde el punto de vista militar ni desde el económico, como han reconocido historiadores y militares. Los norteamericanos e ingleses crearon el “bombardeo masivo de saturación”, que consiste en trazar un área enorme en torno a la ciudad, e irla arrasando como una apisonadora. Esos bombardeos tampoco sirvieron para nada que no fuese destruir indiscriminadamente y matar civiles, en Vietnam, Irak o Afganistán.

Hay guerras sin batallas, sin frentes, y en las que la doctrina militar no sirve, si no se revisa y se convierte la guerra en otra cosa. Se trata de la guerra de guerrillas, protagonizada casi exclusivamente por la infantería. El general Norman Schwarzkopf, que resultó vencedor en la I Guerra del Golfo en una serie de batallas de aniquilación del ejército iraquí, gracias a su superioridad aérea, artillera y logística, pero que en realidad la perdió, como el mismo reconoce, porque se le ordenó salvar a Sadam Hussein y permitir la retirada en el último momento de sus unidades de élite, la Guardia Republicana, para no favorecer la expansión de Irán, cuenta en su biografía lo siguiente.

Cuando llegó a Vietnam como teniente coronel de infantería, se encontró con una unidad carente de disciplina, pero excelentemente armada y aprovisionada. La bebida habitual de sus soldados era la Coca-Cola, se les servían helados de postre, y el uso de drogas estaba bastante generalizado y se permitía mirando para otro lado. ¿A qué se debía esto? En Vietnam combatió uno de cada tres soldados, en unidades que no solían pasar del tamaño de la compañía. Eran soldados de reemplazo, de 18 o 19 años, que prestaban su servicio por un año, y que no tenían la solidaridad de sus compañeros ni de sus oficiales. Quienes estaban a punto de licenciarse ridiculizaban a los novatos. Solo solían sobrevivir los soldados que habían superado algunos combates, al igual que en otras guerras. En la batalla de las Ardenas la vida media de una soldado recién llegado al frente no llegaba a las 14 horas, y lo mismo pasó en Vietnam con los soldados y oficiales novatos. Un oficial novato no sobrevivía más de dos días, y el asesinato de oficiales, simulado como caída en combate, fue muy frecuente en Vietnam , al igual que en otras guerras.

Decía Schwarzkopf que a él le hubiera gustado estar al mando del Vietcong. Un soldado de ese ejército sobrevivía en la jungla llevando un tubo de tela lleno de arroz crudo que iba cociendo cada día. Como sabía cazar y pescar no necesitaba llevar más alimentos. Y además tenía el apoyo de las poblaciones locales, o podía exigírselo con poco esfuerzo. Y sobre todo, señala el general, tenía una causa que defender: su país, y por eso podía enfrentarse a los horrores del combate cuerpo a cuerpo.

El soldado de infantería americano, que podía pasar una o dos semanas en la jungla en una guerra en la que el número de batallas clásicas fue mínimo, salía con un equipo de unos 35 kilos de peso: su fusil, los diez cargadores reglamentarios que complementaba con otros tantos en unas cartucheras, granadas, alimentos y otros útiles necesarios para sobrevivir esos días. Además como su nueva arma, el M-16, fallaba, los soldados acabaron por conseguir que se les dejase llevar el arma que quisiesen. Todo esto para adentrarse en un terreno desconocido, habitado por unos campesinos que no podían saber si eran su propio enemigo o a quién iban a defender, y que les podían dar muchas sorpresas. Para evitarlas se recurrió a destruir aldeas al completo, o arrasarlas pidiendo apoyo aéreo por parte de los oficiales superiores. En Vietnam no murió en combate ningún coronel, por ejemplo, y por todo esto los soldados llegaron a la conclusión de que luchaban en una guerra sucia y sin sentido, que acabaría en una estrepitosa derrota.

Algo similar ha ocurrido en Afganistán. Los mandos militares no llegaron a conocer el país. No favorecieron que se estudiasen las lenguas locales, sino que utilizaron intérpretes, lo que puede ser muy peligroso en un país con 14 etnias, muy extenso, más o menos del tamaño de España, con un relieve muy elevado y fragmentado por grandes montañas. Un país sin ferrocarril, autovías, ríos navegables y escasos aeropuertos, que permitió que en zonas enteras nunca llegasen a penetrar las tropas occidentales, por desinterés o incapacidad.

Los ocupantes se centraron en las ciudades y crearon sistemas de defensa estáticos, desde las grandes bases a los puestos fortificados de vanguardia. Esto permitió la circulación por un país que se desconocía de milicias como los talibanes. Como Afganistán es un país agrario basado en el regadío, la población se concentra en los grandes valles o vive dispersa en pequeños grupos entre las montañas. En ese escenario apenas hubo batallas, y cuando así fue, como en Tora Bora, los soldados de infantería fueron afganos, que tuvieron cerca de 80.000 muertos en una guerra que causó a los talibanes más de 84.000 caídos y miles de prisioneros. Los muertos occidentales no llegaron a 4.000, aunque si hubo miles de heridos y de bajas por stress postraumático: más de un tercio, al igual que en Vietnam.

Los aliados abusaron de su potencia de fuego, sobre todo aérea, lo que causó, como en otras guerras, decenas de víctimas inocentes, restándoles apoyo de la población. Para ellos la guerra fue ruinosa económicamente, porque tenían que importarlo todo, y militarmente. Solo los EE. UU. invirtieron más de un billón de dólares. Pero ese dinero generó gigantescos flujos de corrupción entre empresas, el ejército y el gobierno locales. El ejército local recién creado estuvo mal armado: con brigadas de infantería ligera, sin carros en sus unidades de carros, y además se dividió entre las zonas del país, creando unidades de defensa territorial de cada una de ellas, pero no una poderosa fuerza de maniobra.

En esas condiciones, cuando un país que nunca se llegó a controlar, a pesar de que se benefició de importantísimas mejoras en educación, sanidad, derechos de las mujeres y en economía, tecnología y comunicaciones, se corrompe de pies a cabeza en todos los niveles del ejército y la función pública, el castillo de naipes comienza a tambalearse. Las unidades de inteligencia del ejército estaban infiltradas de talibanes, sus simpatizantes aumentaron en la población, que creyó que se podía salvar agarrándose a un clavo ardiendo. Entonces ya no fueron necesarias grandes batallas. No se podía aniquilar a los talibanes por carecer de medios aéreos y artilleros adecuados. Se les permitió apoderarse de un medio rural del que nunca se preocuparon los políticos. Y así, con un gobierno carcomido, solo había que esperar que cayese por su propio peso para alumbrar un nuevo país rural, con un estado mínimo y listo para convertirse en una colonia productora de materias primas: litio, cobre, uranio, productos agrícolas y ganaderos al servicio de las potencias coloniales que relevarán al hombre blanco, como China, Pakistán, Irán o la nueva Rusia, que probablemente reconocerán al estado talibán cuando nazca, ante la impotencia rayana en el ridículo de los EE. UU. y la Unión Europea.