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Qué tendrá la princesa que está triste

Periodismo de autor
Ángel Orgaz

“La princesa está triste.. Qué tendrá la princesa?/ Los suspiros se escapan de su boca de fresa,/ que ha perdido la risa, que ha perdido el color./ La princesa está pálida en su silla de oro;/ está mudo el teclado de su clave sonoro,/ y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor”.

Con absoluta inmodestia creo que soy capaz de explicarles con claridad meridiana qué le pasa a la princesa de La Sonatina maravillosa que escribió Rubén Darío.

A la princesa o infanta o infantas lo que les pasa es que les debieron de poner la vacuna de AstraZeneca en lugar de la de Pfizer BioNTech y por eso se nos desmayan como una flor. ¿Es así o no?

¿Acaso es otro cuento distinto el de Elena y Cristina y me estoy confundiendo de relato?

Por si sí o por si no, las hermanas del rey de España aprovecharon que el Pisuerga pasa por Valladolid para vacunarse contra la COVID-19 cuando el pasado mes de febrero fueron a visitar a su padre, el emérito Juan Carlos, a Emiratos Árabes.

Que ya les digo yo que en Abu Dabi ni Pisuerga y me supongo que tampoco ríos, en todo caso petróleos freáticos por doquier que bombear.

Miren, el caso es que esto ya pasa de castaño oscuro, como decían en mi casa. Parece como si una buena parte de la familia real se hubiera propuesto amargarle la existencia a Felipe de Borbón, a la sazón, jefe del Estado español.

Su cuñado, Iñaki Urdangarin; su padre, Juan Carlos; sus hermanas, Elena y Cristina, y solo Dios sabe quién más parece dispuesto a hacerle la cama y la puñeta a Felipe VI y ponerle la república a huevo al ínclito Pablo Iglesias.

Y yo creía que ya había visto inimaginables deslealtades en The Crown, ya saben, la serie de Sony que emite Netflix con un éxito arrollador.

En ella se tiran los trastos unos a otros como quien no quiere la cosa: Felipe Mountbatten a la reina Isabel II y viceversa, Carlos, Diana y Camilla en un trío inextricable con final dramático y traumático para todos...

Y qué me dicen del resto de casas reales europeas, ya no digamos de la tailandesa y alguna otra allende los mares que parecen salidas de un esperpento valleinclaniano.

En definitiva, la monarquía como forma de Estado está llamada a desaparecer, pero no por la presión o gusto por el sistema republicano, sino por los continuos, graves y vergonzosos errores que comenten sus miembros.

Pero volvamos a nuestro ruedo ibérico.

Ya saben la que tiene montada el rey emérito, menudo cisco de cuentas, de trapicheos, de engaños.

Menuda tomadura de pelo a todos los españoles durante tantos y tantos años.

Tamaña es la afrenta que lo que ya se prometía como uno de los más importantes legados reales de la historia moderna puede terminar como poco con un triste olvido.

Y claro, toda esa farsa fiscal y de amoríos aristocráticos nos lleva a pensar en qué habrá podido incurrir Juan Carlos I que no nos hayamos enterado ni nos vayamos a enterar nunca jamás.

Que si las novias extramaritales, que si las cacerías africanas mientras la economía española se desangraba, los tratos ferroviarios con los jeques árabes...

Pero lo peor de todo fue la incalificable huida a Oriente Medio. Eso sí que no tiene perdón. Porque lo que nunca podríamos llegar a sospechar es que el rey Juan Carlos no fuera afrontar, con valentía, sus errores, y anda que no hay, para dar y tomar.

Por si lo del palacete de Pedralbes, el caso Nóos, el disparo en el pie de Froilán o la cárcel del ya exduque de Palma fuera poco, van las infantas y se saltan los protocolos de vacunación de España y Emiratos Árabes.

Y, además, intentan justificarse. Yo no sé si habría sido mejor que se quedaran calladas ambas. Si ellas tienen necesidad de un pasaporte sanitario, el resto de los 47 millones de españoles, también. Y también todos nos queremos vacunar, ya si podemos, pero nos aguantamos y esperamos nuestro turno como buenos ciudadanos, responsables y respetuosos con los demás.

No sé qué pensarán Felipe VI, ni la reina Letizia, ni la princesa Leonor, ni la infanta Sofía, pero la verdad es que no quiero estar en su pellejo.

El rey debe de tener una sensación de desazón, de desamparo...; seguro que se siente traicionado y engañado, ¡por su propia familia!

Desgraciadamente, en nuestro cuento, el de verdad, los sapos no se convierten en príncipes ni las ranitas en bellas princesas. ¡Qué pena!

Y dice otro párrafo de La Sonatina: “¡Pobrecita princesa de los ojos azules!/ Está presa en sus oros, está presa en sus tules,/ en la jaula de mármol del palacio real;/ el palacio soberbio que vigilan los guardas,/ que custodian cien negros con sus cien alabardas,/ un lebrel que no duerme y un dragón colosal”.

¡Es lo que hay!