Aquellas bombas

Firmas
Abel Veiga

DERROTADO el fascismo en Europa, que no los totalitarismos que siguieron durante décadas con su aplastante bota, quedaba finalizar la guerra en Asia frente a un Japón imperial tan beligerante como extremadamente bélico y agresor durante décadas en su espacio “vital”, viejo término de la Alemania nazi, el “lebensraum”, y que cometió todo tipo de atrocidades desde los años treinta en China, Manchuria, o países como Corea, en aquel momento aún no dividida pero que solo tardaría cinco años desde el final de la segunda guerra mundial en ver como los antagonismos este-oeste y la dialéctica democracia comunismo partía en dos el alma coreana. Aquel Japón estaba dispuesto a pelear hasta el final.

Nadie sabe qué habría ocurrido, pero sí lo que ocurrió tras el lanzamiento entre los días 6 y 9 de agosto en Hiroshima y Nagasaki de dos bombas atómicas por parte del ejercito norteamericano sobre población civil. Sí, conviene no olvidar la fecha, 1945 y sobre todo, que fueron arrojadas consciente y deliberadamente sobre dos ciudades conociendo y sabiendo los efectos que provocarían. Al menos de modo inmediato, otra cosa es, que los mediatos, provocarían tantos muertos durante décadas como los directos en aquella negra jornada.

El mundo asistió atónito y expectante, pese a que solo horas después Japón se rindió incondicionalmente y su emperador perdió su divinidad pero nada más, algo que la historia también explica y al que no se le juzgó jamás, a la devastación de la energía nuclear. Decenas de miles de seres humanos perecieron aquellos días, luego los efectos de la radiación minarían la genética y el cuerpo humano durante décadas hasta hoy día. Hubo un término hoy ya casi olvidado, el de “hibakushas”, persona bombardeada, para denominar a los supervivientes. Despertamos de pronto ante la brutalidad y la capacidad más autodestructiva que el ser humano es capaz. Aquel día, el mundo supo que las guerras podrían ser diferentes y que el poder era poseer armamento nuclear.

Se dijo que la primera de las bombas, donde los americanos siempre tienen un nombre, aparte del presidente que ordenó el ataque, Truman, Little boy, poseía 16 kilotones, y cada kilotón tiene una carga explosiva que equivale a 1000 toneladas de energía. Fat Man, la segunda de las bombas, la reservada para Nagasaki tenía una carga de plutonio equivalente a 25 kilotones. Con esto y vistos los efectos del hongo nuclear y por mucho que algunos relataran aquella frase del piloto Paul Tibbets, “Dios mío, qué hemos hecho”, todo cambió, pero las sociedades han vivido como si no hubiera amenaza nuclear. Por mucho que se hable de desarme, de países que oficialmente reconocen poseer arsenales nucleares y otros lo nieguen sobre todo en el tablero de Oriente Medio, endiablado y loco como ninguno, la amenaza es real. Hoy el recuerdo del papa Juan, Roncalli, con aquella encíclica valiente Pacem in terris, y su gestión para evitar una confrontación a propósito de misiles y rampas en Cuba, entre los dos gigantes de aquél entonces. Los gobiernos saben que pueden destruirse, pero construir la paz es más complejo que toda guerra.