El disputado recuerdo del voto

Firmas
Xosé Ramón R. Iglesias
Caballero, Feijóo, Pontón y Reino toman posiciones en el juego de la silla, cuya melodía está programada para dejar de sonar el 12-J. Foto: David Cabezón

A Few Good Men. Drama judicial. La coabogada defensora acaba de cagarla protestando repetitiva y vehementemente contra una intervención del fiscal. Al finalizar la vista, su compañero letrado la abronca: “Se protesta una vez para que te oigan decir que el interrogado no es un experto. Si se insiste, el tribunal creerá que nos da miedo el testigo”. Esta misma escena vale para retomar la crítica de la semana pasada a la oposición gallega a propósito de su queja interminable sobre la fecha en que Núñez Feijóo situó las elecciones autonómicas: se denuncia una vez para dejar constancia del desacuerdo con que el 12-J sea la fecha más adecuada para acudir a votar y para que la responsabilidad de cualquier contratiempo que pudiera suceder caiga sobre las espaldas del presidente de la Xunta. Si se machaca todos los días con este reproche, se estará trasladando al pueblo elector una imagen de impotencia y temor que conduce irremediablemente a la derrota.

Pero, por difícil que se presente el cometido, que efectivamente así es, ¿dónde está escrito que la oposición no pueda hacer perder al candidato popular su mayoría? Los aspirantes deberían saber que no es igual de arduo captar el voto de alguien que nunca les votó que convencer a personas que sí les prestaron su apoyo no hace mucho tiempo. En enero de 2015, el CIS señalaba a Podemos como primer partido en intención directa de voto de los españoles, pero tras las elecciones municipales y autonómicas de mayo de ese año, en diciembre, a sólo 20 días de las generales, lo relegaba al cuarto lugar, muy descolgado de PP, PSOE y Cs. Sin embargo, Pablo Iglesias supo agitar el recuerdo del voto y en la noche electoral que el capricho de Rajoy convirtió casi en navideña situó a su formación como tercera fuerza con un empate técnico con la segunda, que ya lideraba Pedro Sánchez. Si Gonzalo Caballero pudiese emular este hecho de regresión política consciente dirigida por el hoy vicepresidente morado, sería el próximo presidente de la Xunta.

El PSdeG hizo morder el polvo al PPdeG por primera vez en su historia en los comicios generales del 28 de abril de 2019, hace poco más de un año. ¿Qué fue lo que hizo posible esta victoria? El factor Sánchez. Esto indica que, por contradictorio y hasta surrealista que parezca, Caballero tiene que intentar sacar las elecciones gallegas de su contexto natural que es Galicia y revestirlas de política nacional hasta las cejas. Debe llamar a declarar a Pablo Casado como testigo de cargo y contratar al presidente del Gobierno central y compañero de partido como el abogado que defienda su causa, que es justo todo lo contrario de lo que pretende Feijóo.

Si, en Galicia, la aséptica gestión de la crisis del coronavirus entronizó todavía más al actual boss de San Caetano, lo cierto es que los gallegos tampoco tienen motivos para encausar a Sánchez por una tragedia que aquí no se mostró en la monstruosa dimensión en que sí lo hizo en otras comunidades. Si el PP culpa al inquilino de La Moncloa de no compartir con las autonomías la gestión del estado de alarma, como hace Díaz Ayuso en Madrid, entonces el éxito en Galicia sería en exclusiva de Sánchez. Si, en cambio, le reconoce que aplicó la cogobernanza con Feijóo, en este caso el mérito sería compartido. Y anulado el efecto electoralmente positivo de la acertada dirección de la crisis del covid-19, el recuerdo del voto de abril del 19 estaría más cerca.

Otra cosa es saber qué le interesa más a Sánchez, que Feijóo pierda y dejar al PP sin su mejor recambio o que gane y su fama debilite a Casado, impidiendo que en el principal partido de la derecha se consolide un liderato sólido.

La implicación de Sánchez, además, atemperaría lo que más teme la izquierda, la abstención, cuya subida, dadas las circunstancias, solo se evitaría si hubiese en la ciudadanía un clamor de cambio que no es el caso, pues Feijóo, después de once años, no sólo no concita rechazo, sino todo lo contrario. Pero esta vez, sin embargo, una menor participación también podría afectarle: la población más vulnerable ante el coronavirus le vota a él.