Santiago
+15° C
Actualizado
martes, 23 abril 2024
16:11
h
XOSÉ RAMÓN R. IGLESIAS / Periodista / Opinión y Cierre

El río de la vida

El periodismo es un cuento, nos recuerda Manuel Rivas, el humanista con el don de la palabra mágica cuyos reportajes todos los periodistas de mi generación soñábamos un día escribir. El periodismo es un cuento y así lo pensaba también mi padre, que aprendió a leer en los periódicos de la República, antes de que Castelao le enseñase a dibujar en las clases del instituto de Pontevedra, y cuando se hizo mayor –un niño grande que nunca perdió la ingenuidad de ir a contracorriente– inundó todos los rincones de la casa con diarios de todos los colores –aunque todos en blanco y negro– para que pudiéramos asomarnos a la vida a través de las historias que allí se detallaban.

CON EL PERIODISMO INYECTADO EN VENA durante toda mi vida –mi padre siempre fue un extraordinario sanitario–, para empezar a labrar mi futuro, al salir de la Facultad me agarré a una extraña santísima trinidad que combinaba en dosis imperfectas necesidad, curiosidad y aventura: acepté un trabajo provisional en una destilería de licores autóctonos; me impliqué en la grabación de una película que narraría el descenso en barca del río Tea, a la manera de Humphrey Bogart en La reina de África, pero sin Katharine Hepburn, un proyecto que se fue postergando hasta el olvido en gran medida porque su impulsor y benefactor era, a la vez, el principal cliente de la empresa donde simultáneamente yo inauguraba mi biografía laboral; y, mientras estas dos cosas inesperadas ocurrían, también colaboraba esporádicamente en publicaciones de cuyos nombres prefiero aquí olvidarme para alejarlas de toda sombra de sospecha que pueda emanar de mis otras dos ocupaciones referidas.

No diré que todo aquello no fuese productivo. Al contrario, resultó esencial para convencerme de la necesidad de acometer nuevos y cada vez más audaces pasos. El primero, fundar con un grupo de compañeros de procedencia científica heterogénea, lo que en términos académicos se diría multidisciplinar, aunque en enunciado coloquial no pasáramos de ser calificados como amigos de taberna que intercambiaban inquietudes paganas –una decadencia apenas redimida por nuestros títulos universitarios–, la revista de periodicidad mensual A Faladeira. En uno de nuestros primeros números, sacudimos el tedio de la industria editorial con la convocatoria de un inédito concurso literario de cartas de recomendación, que nos valió –y esto no es un cuento– un sinfín de alabanzas de Manuel Rivas en un periódico de los de verdad y, además, de gran tirada. El éxito de crítica pero no de público me llevó a tomar la decisión que marcó mi vida profesional, escribir mi propia carta de autorrecomendación, un currículum poco técnico y de estilística más costumbrista, y enviárselo a una cabecera también de las de verdad para ganarme las habichuelas en el oficio más hermoso del mundo.

ASÍ FUE COMO ATERRICÉ en la antigua redacción que EL CORREO GALLEGO mantenía abierta en el centro del viejo corazón de Compostela, unas oficinas que entonces conjugaban los primeros avances tecnológicos con un pequeño número de máquinas de escribir próximas a resucitar en un museo, pero que aún se resistían a silenciar su moribundo teclear. Lo mismo le sucedía al reducido grupo de trabajadores más veteranos, supervivientes de un periodismo casi jurásico que se sabían inadaptados en la incipiente y definitiva modernización de la profesión. Pero formaban parte de ella y se les reconocía su herencia. Porque una redacción es un microcosmos de literatura urgente, un hábitat profesional privilegiado donde el periodista se siente un pequeño dios difundiendo las noticias para el mundo (lo que no se cuenta, no existe), pero también un Gran Hermano con sus bondades y sus miserias, donde el factor humano es esencial para sobrevivir.

Nada hay más satisfactorio para el que escribe que imaginar el encuentro de sus letras con su anhelado batallón de lectores. Nada más adrenalínico que una buena historia, una página en blanco y un reloj devorando los minutos para el cierre. Da igual que trabajes para Local, Galicia, Nacional, Internacional, Deportes, Opinión, Sociedad o Cultura... Lo sé porque pasé por todas las secciones y por todos los horarios. Y aunque no alcancé el grado de oficial, sí me fue concedido un privilegio que no todos los comandantes saborean: verse como un capitán de barco que ordena “¡Paren máquinas!”, ese mítico instante preñado de romanticismo que se extinguirá con el periodismo cibernético. ¡Paren máquinas!, que un pesquero zozobra en la fría madrugada... ¡Paren máquinas!, que un incendio calcina la Chinatown compostelana...

EL PERIODISMO ES UN CUENTO, igual que la vida. Yo crecí entre periódicos y acabé parando rotativas. Por el camino, me quedó la pena de no haber filmado la bajada por las cautivadoras corrientes del Tea, una barca que se hundió para siempre con el ictus que dejó frito a la persona que me ilusionó con la idea. Los sueños hay que cumplirlos a tiempo. Yo lo conseguí con el periodismo, que es para mí como la Katharine Hepburn estelar de La reina de África. Y esta Casa, que hoy saca a la calle su número 50.000, el río que me permitió navegar con ella.

16 jun 2020 / 01:01
  • Ver comentarios
Noticia marcada para leer más tarde en Tu Correo Gallego
Tema marcado como favorito