El viaje de Biden

Firmas
José Miguel Giráldez

BIDEN llega a un Reino Unido sumido en varios problemas (no sólo el tema polémico del nombre de la niña de Enrique y Meghan, Lilibet, ya saben), sino las tensiones políticas interiores y, sobre todo, el asunto de Irlanda del Norte, que no deja de complicarse. El eco del brexit es persistente, por más que Boris Johnson se haya casado el día de la final del Champions, o así.

Pero Biden no acude por los asuntos internos del Reino Unido, aunque lo considere un aliado especial, sino por temas mucho más globales que afectan, sobre todo, a su propia agenda como presidente norteamericano. Hemos visto a un Biden fundamentalmente ocupado en asuntos domésticos, en arreglar un poco la habitación tras la leonera que había dejado Trump. Biden no aparece excesivamente en ninguna parte, su exposición mediática es leve y minimalista, tan diferente (como en casi todo) a su antecesor.

Por supuesto que Biden tiene muchos asuntos domésticos pendientes. Y otros temas van surgiendo porque, a pesar de su enmienda a casi la totalidad del período Trump, como cualquiera podría vaticinar, otros asuntos no ofrecen tan clara solución, particularmente los fronterizos. Se sabía que esa sería la gran patata caliente. Que Harris haya iniciado un intento de colaboración con México para, de alguna manera, modular y contener el grave problema migratorio quizás nos enseña algo a nosotros mismos, que deberíamos hacer mucho más por suavizar ese problema en origen. Pero, por supuesto, no es todo tan sencillo.

Mientras Harris se afana en hallar soluciones con López-Obrador, que pasarán por inyecciones económicas importantes, pero no sólo, Biden toma el camino de la vieja Europa, que espera del experimentado dirigente una postura más elaborada, más informada y más comprensiva que la de Trump.

No hay duda en eso: tampoco es tan difícil mejorar la relación de la Unión Europea con Estados Unidos después del trumpismo. Y así será, porque Biden ha regresado a una forma de multilateralismo que, sin embargo, tiene sus propias características. En realidad, ambos territorios necesitan con urgencia de ese reconocimiento mutuo.

Biden es contrario al bilateralismo, a menudo excluyente y receloso, necesita que su país recupere un liderazgo empático con Europa, pero la propia Europa necesita recuperar los afectos y, sí, las relaciones comerciales no turbulentas. Ambas orillas confluirán, el atlantismo será celebrado como nunca este fin de semana, pero Biden busca en Europa algo más: comprensión para reinterpretar el nuevo orden, que ha variado sustancialmente.

Busca un contrapeso, una vía diplomática, hacia lo que él considera nuevas fuerzas globales con las que le resulta difícil negociar, particularmente China. Biden y Blinken no ofrecen esa sensación de frialdad sobre la defensa atlántica que Trump ofrecía siempre que podía, más bien todo lo contrario, pero la implicación de Biden en Europa exigirá también una contrapartida en cuestiones de comercio y sobre todo de colaboración tecnológica. Europa, por su parte, no está dispuesta a reeditar un lenguaje de guerra fría, porque puede situarse con ventaja en una posición media negociadora.

Aunque las divergencias siempre aparecen, Bruselas defiende una diplomacia constructiva, que implicará cesiones de todas partes. Quiere que Biden vuelva con sensación de éxito a Washington, porque pensar en un futurible Trump a cuatro años vista no es una opción. Y luego está Rusia y su papel en el mundo, y su relación con Europa: sí, Biden también ha venido por eso.