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JOSÉ MIGUEL A. GIRÁLDEZ / Profesor titular de universidad, columnista y crítico literario

‘All through the night’ (A través de la noche)

Mientras escribo, suena Ella Fitzgerald. Escucho la lista de canciones imprescindibles, incluidas en The Cole Porter Song Book, y, de pronto, en los primeros compases, regresa esa frase que definió mi vida durante muchos años: “The day is my enemy, the night is my friend (my fave)”: el día es mi enemigo, la noche es mi amiga (o mi favorita). Creo que la canción de Cole Porter (luego adaptada por The Prodigy) podría ser un himno perfecto para el periodismo. O, por lo menos, para aquel periodismo.

No sólo era la noche el territorio de la libertad, cuando lo inesperado se hacía presente. Era también el territorio de máxima producción periodística. En la noche se empezaba a escribir aquello en lo que de verdad creías. La redacción en penumbra, el vientre de la sala central, soportada por esas columnas metálicas que recordaban a los periódicos de las películas norteamericanas, se convertía en un territorio propio en el que crecían, en la soledad de las madrugadas, los textos que pronto habían de ver la luz.

Era un tiempo en el que el periodismo aún se estiraba sobre las telas nocturnas. A veces recogías el ejemplar impreso al pie de las rotativas, como quien recoge a un hijo madrugador. Nos envolvíamos en ese perfume a tinta que nos permitía reconocernos entre nosotros, como se reconocen los animales atravesando el bosque de la noche. (Entonces los diarios olían mucho más y manchaban las yemas de los dedos).

De todo esto ha pasado ya mucho tiempo. Pero lo recuerdo con nitidez. Recuerdo el aire de las madrugadas abriéndose camino al salir de edificio. Recuerdo el sueño que empezaba a caer sobre los párpados, y ese gozo juvenil de haber escrito algo que creíamos único. Nunca más he vuelto a sentir una emoción parecida. La emoción de contar algo que alguien podría leer en pocas horas. Bastaría con que fuera una sola persona para sentirse agradecido.

He escrito en este periódico durante los últimos treinta años. Desde aproximadamente 1992 he tenido el privilegio de hacerlo como columnista en casi todos sus números, salvo quizás algún verano en el que asuntos puntuales me mantuvieron lejos. También he tenido el enorme privilegio de entrevistar a muchos más escritores de los que nunca hubiera podido imaginar. El tiempo ha pasado, inexorable: algunos de los que conocí en esta casa, que venían casi de los albores del periodismo compostelano, auténticos pioneros, nos dejaron para siempre, y muchos de los que están ahora no vivieron (es lo que tiene ser joven) aquellas jornadas memorables en las que el periodismo alcanzaba la boca de la noche.

Uno venía de escribir en otros lugares, aún con pocos años, cuando aterrizó en aquella redacción de Preguntoiro, en el corazón de la ciudad. Todo sucedía en el primer piso: creo que allí se escuchaba todavía el tableteo de las máquinas de escribir, o quizás estaban empezando a enmudecer, y allí nos envolvía el humo azul del tabaco. Lo recuerdo como la cámara que mira al pasado, como quien construye su particular ‘Blue in the face’.

Vivíamos entonces, como ahora, un cambio de época en el periodismo, pero en los sótanos del diario aún se guardaban algunos de los viejos tipos de plomo. Teníamos linotipistas entre nosotros que aceptaron la llegada de las mesas de montaje y la composición de textos como el descubrimiento de un nuevo mundo, pero jamás perdieron la gloria artesanal de las palabras encajadas en largas jornadas. En el bajo, la rotativa se ponía en marcha cuando algunos seguíamos coqueteando con la narrativa de la noche. La hora del cierre podía ser la metáfora de una sala de urgencias, donde cualquier herida debía suturarse, pero, a su modo, se parecía también a la sala de espera de un paritorio. Cada noche, una nueva criatura venía al mundo.

La llegada de las fulgurantes tecnologías cambió aquella forma de hacer periódicos. Quizás también la textura de las historias. Las redacciones se poblaron de ordenadores cabezudos, en los que corrían textos de verde flúor, y los teletipos dejaron de vomitar papel continuo con el latido del mundo. Todo ha ido muy rápido después. Las innovaciones trajeron nuevas fórmulas y también nuevos horarios. Poco a poco fuimos perdiendo la noche. Su territorio se hizo esquivo. Y nosotros un poco más viejos.

Todas aquellas risas de madrugada, los interminables juegos de palabras, la invención del mundo, las amistades queridas, quedarán flotando en la vieja redacción. Quizás las lleve el viento al infinito. Creo que en aquellos días nos convertimos en un grupo consciente de escritores de la noche. Pero tal vez fue sólo una ilusión. Las páginas ahí quedan, durmiendo en alguna hemeroteca. Alguien podrá despertarlas.

Siempre agradeceré al periodismo lo que ha hecho por mí. Me siento afortunado. No ha sido mi profesión, pero si una gran pasión. No quiero hablar más en pasado, porque creo que el periodismo está muy vivo: lo necesitamos como el agua. Pero permitidme recordar sólo una vez más aquellos años en los que el día era nuestro enemigo y la noche nuestra amiga favorita. Aquí, en este periódico, a punto de convertirse en sesquicentenario. En este periódico que alcanza hoy los 50.000 números. En este periódico que un día albergó una genialidad como fue ‘La Noche’.

Sí: la noche se mueve. Todavía. Quiero creerlo. Aquella misma noche, cuando aún éramos jóvenes, que atravesamos tejiendo y destejiendo historias. Aquella noche que atravesamos, como Ella Fitzgerald, como Cole Porter, y que también nos atravesó a nosotros, inoculándonos el más dulce de los venenos, para el que no existe antídoto posible.

16 jun 2020 / 01:19
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