Las broncas parlamentarias

Firmas
José Miguel Giráldez

LAS BRONCAS en los parlamentos no son nuevas: basta con ver ese canal que transmite las sesiones en directo desde Westminster, donde esas bancadas tapizadas de verde no pueden pasar fácilmente desapercibidas. Me recuerdan guateques y sesiones de disco en el mejor Londres de otro tiempo. Pero es un lugar solemne, un hogar para la política, envuelto en esa arquitectura emblemática (reconstruida). Siempre me pareció incómodo, pero lo cierto es que los miembros del Parlamento inglés se apiñan como pueden (ni siquiera hay sitio para todos) y allí dirimen sus diferencias, que no son pocas (con el brexit se han exacerbado), y a veces se cabrean mucho.

La bronca casi se convirtió en marca de la casa, con ese speaker pop que tuvieron durante mucho tiempo, John Bercow, cuyos highlights (momentos culminantes, lo mejor de JB, y cosas así) son muy famosos en Youtube. No he seguido tan de cerca la trayectoria reciente de su sustituto, sir Lindsay Hoyle, como para opinar con fundamento, pero imagino que a duras penas logrará una fama comparable, porque la figura de Bercow es imbatible, también inimitable. Y su “order, orderrrr!” quedará, si no para la eternidad, sí para unas cuantas legislaturas.

En ocasiones hemos visto trifulcas en Parlamentos y Congresos a lo largo del mundo. A veces han llegado a las manos. El ardor del debate ha subido, seguramente a causa de la creciente polarización, de tal forma que tal vez tengamos que prepararnos para espectáculos de esta índole. Lo del Parlamento inglés, con sus abucheos y sus sonidos de desaprobación, a veces nada suaves, parece que irá quedando en poco menos que una costumbre, en un comportamiento poco solemne (si tenemos en cuenta el lugar), pero no demasiado censurable. A John Bercow le preocupaba que los diputados se solaparan, un poco a la manera de los platós televisivos, pero eso hoy, tal y como está el patio, casi parece un mal menor. Un juego de niños.

Lo peor de las frases excesivamente contundentes (por decirlo de alguna manera), insultos o no, en las bancadas parlamentarias, reside en que probablemente son pronunciadas como un signo de identidad, como una manera de captar la atención, o, si quieren, como una estrategia publicitaria que va más allá de las bancadas y busca el fulgor de las pantallas. El maniqueísmo está ganando la partida en la política, y el contagio de la sociedad es un hecho. No es algo que suceda sólo aquí: esta visión simplista se extiende por todas partes. Hay un lenguaje elemental que se alimenta del ruido y de la confusión.

Luego, hemos asistido a barbaridades como lo que sucedió en el Capitolio de los Estados Unidos. En realidad, todo responde al lenguaje bravucón, pero, sobre todo, al lenguaje simplista que Trump ha potenciado siempre como una virtud. Ese tono de superioridad y, sobre todo, esa necesidad de no decir cosas demasiado profundas que, ay, puedan contener matices, como el pan puede contener trazas de frutos secos. El matiz estropea el curso de la furia. Pero una democracia no es nada sin los matices.

Es obvio que todo nace de esa espuma de la polarización. Algunos creen que se logran más réditos (¿electorales?) en la confrontación absoluta, y esa creencia tiene que ver con una atmósfera que nos trasciende, con el giro evidente hacia el autoritarismo. La democracia pierde en ese terreno, porque sólo lleva a la división total. Nada que ver con John Bercow, que nos sacaba una sonrisa.