Los botellones patrios

Firmas
José Miguel Giráldez

LA GENTE se ha echado a las calles y Risto Mejide se ha enfurecido televisivamente, signifique eso lo que signifique. Lo vi ahí, en la sobremesa, enseñando los botellones patrios. No eran sólo ciudades universitarias (no había ninguna gallega, por ejemplo), sino más bien aquellas de buen tamaño, en las que es fácil juntar a mucha gente incluso en barrios alejado del centro.

Pero en Madrid bailaban en la Puerta del Sol. Me parece un buen lugar: se hace también, o se hacía antes de la pandemia, cuando las uvas de fin de año, porque baja la bola del relojero Losada y el frío del invierno. Pero el decaimiento del Estado de alarma se ha producido en mayo, y eso es la promesa del verano, el sueño al fin de una noche de verano.

Unos jóvenes gritaban “¡Libertad, libertad!”, y no parecía una proclama política, sino el placer de sentirse desencadenados. Ferreras, en lo suyo, tenía una leyenda en el decorado: “terminó el estado de alarma, no la pandemia”, venía a decir, que parecía más bien una inscripción de la academia de Platón. Un aviso no para el que quiera entrar, sino para el quiera salir. Tendemos a confundirlo todo, ya sea por cansancio, por olvido o por conveniencia. La gente bailaba en Sol como quien conquista el centro del mundo.

Fue entonces cuando entendí mejor la victoria de Ayuso. Supo interpretar no sólo nuestra natural pulsión tabernaria, sino que unió a ella el concepto de libertad. Se trata de una filosofía a pie de calle, evidentemente, como ya hemos contado aquí. No corren buenos tiempos para la metafísica, ni para nada complejo, porque hay hambre de la alegría de lo inmediato. Los jóvenes se lanzaron a bailar en Sol como un acto revolucionario, aunque sólo sea un menear de caderas, la revolución de la alegría, o sea, ante la oscuridad de la peste, justo en los aledaños del 15M, que está ya a punto de llegar.

Ahora se habla de que volverán los contagios, después de tanto desparrame. La noche del fin de la alarma se dibujaba como la flecha que, una vez en el arco, tiene que partir. Así andaba la peña, con la libertad de la litrona, que es una forma de recuperar el terreno perdido, reconquistar ese mínimo lugar de placer, etílico o no, hacerse con el territorio incluso a máscara quitada, una rebeldía peligrosa. Si ves las imágenes te parecerá una noche de San Juan sobre el asfalto: la furibunda danza urbana que permitía dejarse jirones de confinamiento sobre las aceras, como si fueran las telas de la tristeza.

Los jóvenes, y no sólo los jóvenes, intentan arrebatarle la noche al virus y pueden estar haciéndole la ola. Pero los políticos se arrojan ahora los efectos o los defectos de la medida, como por otra parte cabía esperar, y frente a la afirmación de que lo excepcional se acaba, aunque no las restricciones, están los que creen que es ir demasiado lejos, dejando a las autonomías con la decisión final sobre la alarma, caso de ser necesario.

Entre la confusión, o teniendo que apelar a la acción de la justicia, lo cierto es que se abre un tiempo nuevo, aunque existe el temor de un repunte después de lo que enseñaban las imágenes. Hay una colisión entre esa libertad de las tabernas y el hecho de que el virus no toma vacaciones, pero es difícil explicarle eso a una población que lleva meses atada a todo tipo de limitaciones y renuncias. Y más a los jóvenes que quieren conquistar cuanto antes el paraíso perdido. Por eso gritaban “¡libertad!” y bailaban como posesos, sin necesitar siquiera que bajo el pavimento estuviera la playa.