Los días perfectos

Firmas
José Miguel Giráldez

ME encuentro con Jacobo Bergareche en la Praza de Mazarelos. Vino para presentar lo suyo en Cronopios. Todo despierta de repente: inauguramos el verano, pisamos la playa de esta nueva isla. Bergareche se baja un vermú. Es media tarde, las terrazas voladoras zumban. Arranca un latido bajo las piedras, se escucha que se remueve el subsuelo, que brota algo bueno.

Bergareche viene con un hermoso libro sobre el amor y sus demonios. El gran tema de la literatura es el viaje y luego el amor. Y también el amor en el viaje. Eso es lo que cuenta ‘Los días perfectos’ (Libros de Asteroide), que no sobrepasa las 177 páginas, apretaditas, lúcidas. Destila esa elegancia de los libros editados por Luis Solano, mayormente nacido en esta ciudad.

Me dice Bergareche que el libro no va de Faulkner, sino del amor. No es que a él le salga Faulkner, como diría Cuerda, sino que estuvo en Austin leyendo sus cartas. Las desconocidas cartas. Reproduce algunas en el libro, todas reunidas en el Harry Ransom Center de la ciudad texana: resulta que Faulkner tenía un amor secreto.

Hay debates sobre si los escritos íntimos de los escritores son literatura o no, si merecen atención o no, si deben tenerse en cuenta o no. Joyce, Nora, Zelda, Fitzgerald. Ya saben, esos debates. Bergareche anduvo en Austin investigando cartas, como una nostalgia rara, algo que ya no tendremos más: ya no nos escriben ni los bancos sus cartas de amor.

Meta Carpenter era ella, secretaria y asistente de Howard Hawks, en el lado hollywoodiense de la vida de Faulkner. Apareció entonces en la vida del guionista, que no estaba muy interesado en el cine, pero que encontró allí algunos días perfectos. Convendría echar un vistazo ahora (y siempre) a ‘Barton Fink’, donde los Cohen reflejan a Faulkner en el personaje de Mayhew, aunque ellos lo negaran bastante. El amor brota en las cartas que Bergareche nos enseña en esta novela: un juego de ping-pong entre Meta (su meta) y Faulkner, una pasión desmedida que inspira a Luis, el protagonista, su propia pasión por Camila.

Bergareche vivió unos cuatro años en Austin. Tiene mucho pasado anglosajón (Boston, Nueva York, Londres, donde nació y vivió hasta los tres años), pero Austin le parece ese lugar donde no esperas que surja la llama romántica. “Eso es más en París”, me dice. Los días perfectos están hechos de iluminaciones (¿epifanías?). Ahí triunfa, dice en la novela, el dios Kairós, no el dios Cronos. Kairós es el dios del tiempo cualitativo. Representa “el momento adecuado para hacer algo”. Ese instante de magia. Ese raro momento perfecto.

En el Ransom Center de Austin hay cuarenta y tres millones de documentos, algunos fascinantes. Todo lo de García Márquez, por ejemplo. O lo de Houdini. O lo de Conan Doyle. Mucho Faulkner. Y más y más. Una mina. Bergareche se apasionó del amor secreto de Faulkner, de esas cartas que contenían dibujos, viñetas, ‘storyboards’. Quería contar la fiebre del enamoramiento. Ya le sucedió antes con Malcolm Lowry.

Y sigue bajo el volcán. Parece gozar de esos días en los que la razón se rinde ante los caballos desbocados. Permítanme que me ponga un poco cursi, como dice a veces el protagonista de su novela. El amor que enloquece. Pero así se tejen los días memorables, los que quisiéramos para todos los días de nuestra vida. Hay que identificarlos, dice, y convertirlos en ‘standards’ del jazz: “días amados a los que les hemos extraído su melodía para poderla usar de base”. Si tal cosa es posible. Quizás sólo sean breves estallidos de luz.