‘Los Durrell’: libertad y alegría

Firmas
José Miguel Giráldez

DE VEZ en cuanto utilizo el cine para sentirme bien. Quiero decir, el cine hace que me sienta bien, así, en general, como la literatura o el arte, pero por supuesto hay argumentos incómodos, o esos que están dispuestos a medir tu capacidad de resistencia o de sufrimiento. Tiendo a separar la obra artística de sus implicaciones morales, aunque algunos, sobre todo hoy, no estén dispuestos a admitir esa separación, pero lo cierto es que no creo que los argumentos truculentos y las vidas agónicas sean los únicos que pueden producir obras artísticas que merecen la pena.

Esta sociedad que coquetea con la sensación de permanente irritabilidad, con la aceptación de la tensión y el ceño fruncido como una actitud, debería recordar que la felicidad, aunque sea tan efímera como un segundo, es lo que deberíamos perseguir. Creo que nos están acostumbrando al gesto desabrido y al cabreo permanente como una de las bellas artes. No digo que no haya motivos: lo que digo es que no debemos hacer de la amargura una forma de vida, ni tampoco dejar que la política nos colonice a través de la perpetua insatisfacción, envolviéndolo todo en una estética de lucha en el barro.

Dicho esto, el placer artístico me parece muy necesario para la vida. Con tantos sinsabores, y en plena pandemia, no me extraña que se hayan hecho populares las llamadas ‘feel-good series’, algo que no debe confundirse con esas producciones cinematográficas, mayormente paisajísticas, que nos endosan en la sobremesa de sábados y domingos. Las series (o las películas) que te hacen sentir bien no son, creo, un placer culpable. Aunque la alegría a veces parezca una palabra tabú en estos tiempos, les recuerdo que debería ser el verdadero objetivo de nuestra breve existencia.

He vuelto sobre una de esas ‘feel-good series’, con la añoranza del mar, las casas blancas y la paz infinita. A falta de más movimiento, la pantalla, como la literatura, te ofrece una salida imaginativa. El giro hacia las series muy negras o muy oscuras no ha impedido el éxito de algunas que parecen pelear por un trozo de felicidad. Un ejemplo claro es ‘Los Durrell’ (Movistar) que les recomiendo con entusiasmo, si es que no la han visto todavía.

Imagino que muchos de ustedes alimentaron su juventud, incluso su adolescencia, con las impagables historias de Gerald Durrell, sí, el de ‘Mi familia y otros animales’ (Alianza Editorial). Recuerdo el enorme placer que me producían aquellas historias verdaderas del muchacho metido a biólogo, en la lejana y azul isla de Corfú. Bueno, ese es el origen de ‘Los Durrell’.

Nada excepcional ocurría en aquellos libros, salvo que había toneladas de humor y muchos animales, además de la familia Durrell. Frente a ese rigor vital británico, real o no, condimentado con el tiempo lluvioso y los horarios para nosotros inexplicables (también para los griegos), los Durrell se lanzaron de cabeza, y casi sin un penique, a la vida en aquella isla de Corfú, llena de burros y de gentes parlanchinas (todo ese paraíso quizás perdido, aunque la isla sigue siendo una perla del Mediterráneo). Todo eso sucedía en 1935. Ellos huían de la lluvia y la confusión y para caer en un dulce caos de privaciones, amores, mares azules y una vida poco menos que salvaje. Aunque el escritor importante fue Lawrence Durrell, y no Gerald (aunque también), lo que este último nos contó es un verdadero canto a la búsqueda de la libertad y la alegría. Cuando la vean, piensen que fue una historia real.