Los Novísimos o la fuerza del sino

Xosé Ramón R. Iglesias
La coleta, que aquí no se ve pero se intuye en esa especie de agujero negro que se dibuja detrás de su cabeza, es parte ya de la historia de Pablo Iglesias. Seguramente, como la corbata, que sólo lucía en contadísimas ocasiones. Bien dotado para la dialéctica, la estética no era lo suyo. En realidad, sólo tenía buen gusto para elegir sus inseparables bolígrafos.

Hay vidas de políticos, como la del popular Hernández Mancha o el rupturista gallego Luís Villares, tan fugaces y efímeras como el inusual sprint de un gregario que de pronto se ve en la situación de disputar la victoria de etapa en una gran vuelta, algo que nunca en su vida había soñado –o sí–, y la gloria se le esfuma entre los pedales antes, siquiera, de que pudiera saborear las verdaderas sensaciones de ganar. Otros, como Mariano Rajoy o Pedro Sánchez, son auténticos supervivientes de la carrera –de San Jerónimo–, astutos rodadores de fondo que agotan a sus rivales y basan sus triunfos, más que en una virtud específica propia, en el desgaste de sus enemigos. Luego, existe otro grupo de dirigentes de generación internet, como Pablo Iglesias o Albert Rivera, que revolucionan la carretera y ofrecen al público un gran espectáculo televisivo, combinando la explosión de la velocidad con una resistencia más que aceptable en la media montaña. Pero su defecto es el mismo que se constata en la nueva camada de adolescentes y jóvenes adictos a las redes sociales: no saben qué hacer cuando consiguen dominar el juego. Se aburren y acaban por echarlo todo a perder. El primer líder naranja, cuando se le presentó la oportunidad de ser vicepresidente, tomó la peor decisión y se diluyó como un azucarillo; el de Podemos, que sí supo abrazarse a la magistratura de la Vicepresidencia, súbita e inesperadamente, se bajó de la bicicleta. Hay un refrán gallego que resume de forma gráfica y con suma perfección estos contradictorios comportamientos: “A cabra, de chea, dá cos cornos no cu”.

Pero Iglesias y Rivera son dos animales políticos de competición, que vamos a ver el tiempo que aguantarán en sus respectivas casas familiares. El entrenador de fútbol italiano Enzo Bearzot demostró sobre los campos españoles del Mundial’82 el fraude del dicho Segundas partes nunca fueron buenas. Tras una primera fase en Galicia donde su selección empató todos los partidos, en la segunda, con el delantero Paolo Rossi en estado de gracia y el defensa Gentile haciendo bueno a Goikoetxea, se hizo con el campeonato eliminando (a palos) a la Argentina de Maradona, a la Brasil de Zico y a la Alemania de Rummenigge. En la cancha de los asuntos públicos, nuestros Novísimos ya saben lo que es dejar en la cuneta al bipartidismo histórico de PP y POSE y plantarse en la antesala y en la misma sala de La Moncloa. A esas alturas, la experiencia no es lo que les falta, pero tal vez sí una pequeña reflexión para digerir de modo sosegado sus repentinos ascensos conseguidos en contrarrelojes imposibles.

Hace ya muchos años, el escritor arzuano Miguel Suárez Abel nos dejó en la editorial Xerais una maravillosa crónica de los momentos estelares de la vida del ciclista Álvaro Pino. En uno de sus capítulos, narra la subida del ponteareano a Sierra Nevada en la Vuelta a España del 86, que acabó ganando. Llegaba vestido de amarillo a Granada y, en las primeras rampas del puerto, el escocés Robert Millar, segundo a 33 segundos en la general, le lanza un ataque demoledor. La fina pluma de Suárez Abel cuenta como, ante la posibilidad de perder el sueño de su vida –que en realidad nunca soñó–, por la cabeza de Pino pasaron a la velocidad de un relámpago las imágenes de todos sus momentos de sufrimiento sobre una bicicleta, que fueron muchos, igual que la película de la existencia que un moribundo ve al final del famoso túnel. Pero la cuestión era mantener la cabeza fría y tomar la mejor decisión: salir a por su rival y posiblemente desfondarse con un ritmo de pedal ajeno o esperar a que su enemigo se agotase en la soledad de un kilometraje aún muy largo. El cuerpo le exigía lo primero; la cabeza, lo segundo. Con su sabiduría de campesino altruista, Pino aguardó con los dientes apretados y sólo atacó al final para alcanzar a un desfallecido Millar. A veces hay que dar un paso atrás para dar dos adelante.

A Rivera, dicen que ya le tienta Casado, otro ciclista con urgencias, para que apoye su causa. Le pediría una declaración a modo de golpe letal a su antiguo maillot naranja, que el otrora ahijado de Aznar sólo ejecutaría si ve que en el horizonte podría aspirar a algo más. De su poca prisa, Casado tendría que fiarse.

Para que Iglesias vuelva a dejarse la coleta con ciertas garantías, primero debería de consumirse la era Sánchez –si es que metafísicamente es posible– y luego fracasar estrepitosamente Casado –o quien le siga, Ayuso, Feijóo, Rivera...–. Como el Don Juan de Tirso y de Zorrilla, el seductor de Galapagar tendría que entonar el “largo me lo fiais”.

Sánchez también tuvo una primera etapa como El burlador de Sevilla –con el antagonismo femenino de Susana Díaz–, y una segunda donde conquistó la meta de La Moncloa, aunque Ayuso le impidiese repetir como el burlador de Madrid. De aquí a 2023 habrá una carrera apasionante, pero el presidente ya advirtió: antes de las generales, Ayuso tendrá que presentarse otra vez. La frialdad de un corredor de fondo.