LOS REYES DEL MANDO

Noticias del subsuelo

José Miguel Giráldez

DESPUÉS de haberte metido entre pecho y espalda las cinco temporadas de ‘Oficina de infiltrados’ (Movistar), porque sus jardines tienen tantos senderos que se bifurcan que es necesario verla más de una vez, y con detenimiento, uno se pregunta si la realidad se parecerá a lo que allí se ve. Me lo pregunto con muchas series políticas, o policiacas, me lo pregunté con ‘Homeland’, con ‘House of Cards’, con ‘El ala oeste de la Casa Blanca’, con todas las interpretaciones recientes de la política norteamericana, cuya presidencia siempre es, por supuesto, un tema global que nos afecta.

‘Oficina de infiltrados’ da algo de miedo, pero no sólo porque presenta al público en general los intestinos y las vísceras de un mundo difícil, sino porque, al parecer, el contacto con ese mundo deja huellas que quizás nunca más se podrán borrar. En el cuerpo y en el alma. El espionaje francés, que aquí se cuenta con gran estilo y con gran eficacia visual (insisto, no es una serie que uno se pueda perder, no es algo negociable), se habrá felicitado por esta versión de su seguridad exterior, tan realista aparentemente, aunque seguro que poblada también de ficciones y trucos para el espectador.

Esa es mi duda. ¿El mundo que no vemos, que apenas asoma en los telediarios como la punta de un iceberg, todo eso subterráneo e inalcanzable para el común de los mortales, es lo que nos muestran series como esta? Alcanzamos a atisbar eso otro lado de la realidad, pero sólo en las ficciones puede uno penetrar en territorios tan procelosos. ‘Oficina de infiltrados’ lo consigue. Mezclando el procedimiento, los protocolos, el día a día en la oficina, donde todos esos agentes, en general, parecen seres que arrastran un peso inmenso, también el peso de la culpa y de las circunstancias, y que eso se nota hasta a la hora de comer a toda prisa en el autoservicio de la cafetería.

Esa otra vida que no vemos (porque es secreta, o intenta serlo) nos ha fascinado siempre, pero suele narrarse con muchos fuegos artificiales. Cualquier espía famoso, empezando por James Bond, no se parece en nada a estos tipos sudados o alucinados, según el momento. No hay aquí esa épica de diseño, ese gusto por el efectismo, sino que prefieren que se pueda oler lo malo, y que, de vez en cuando, asome una leve posibilidad de amar y sentir. Casi siempre con fecha de caducidad. Como ha dicho su creador, Éric Rochant, ‘Oficina de infiltrados’ se parece mucho más al espionaje de John Le Carré.

Porque, eso sí, la quinta temporada, aparte de cerrar la historia atormentada y vertiginosa de Guillaume Debailly (el gran Mathieu Kassovitz), ha aumentado mucho el lado carnal, las escenas (moderadas) de sexo, y no sólo con amigos y conocidos. Nunca ha evitado la serie este aspecto, porque si algo sobresale en los personajes es que estos vigilantes del mundo son de carne y hueso hasta la médula, aunque a menudo duros de pelar.

No es tanto el diseño de las misiones, ni el adentrarse en el Sahel, o en Siria, sino el poder conocer cómo el engaño, la suplantación, la falsa biografía, los reclutamientos, las situaciones provocadas, ese juego feroz porque nada parezca lo es, sino lo que tú quieres que parezca, lo que atrae de esta serie. Es lo que te hace preguntarse si el mundo que no vemos es así. Si la maquinaria bajo el subsuelo se mueve de esta manera implacable. Aunque, entre nombres en clave y miles de escuchas y rastreos, a veces se abra paso el amor. Aunque Debailly pueda ser duro e indomable, incluso traidor, y al tiempo un ser frágil, enamoradizo, y misterioso como un poeta romántico.