Progresar es morir

José Miguel Giráldez

SI un pesimista sólo es un optimista bien informado, como decía Benedetti, quizás merezca la pena ignorar el mundo. Más allá de nuestra tribulación y de nuestros afanes domésticos suceden grandes cosas ahí fuera y todas parecen ajenas a nuestro cotidiano devenir. Lo pensé viendo esos documentales de La Dos que celebran las figuras de Einstein y Hawking como, quizás, las dos mentes más privilegiadas del siglo XX. Veo los agujeros negros engullendo materia y luz, esa física forense que descubre cadáveres fríos de estrellas, veo ese poético horizonte de sucesos... Y pienso, entonces, en nuestros cataclismos más cercanos.

Pero hay más cosas. Sin mirar al universo que nos acongoja y maravilla, qué decir de la gran política, cada vez más ininteligible. Esas estrellas refulgentes, quizás hinchadas de ego cósmico. Nos afectan, como los agujeros negros y las ondas gravitacionales, pero su puesta en escena tiene menos belleza. Colisiones de galaxias tachonan el cielo electoral de Estados Unidos y eso tiene consecuencias.

Trump parece estar a punto de convertirse en una supernova. Hablamos de magnitudes masivas y extraordinarias, y esos colapsos y nacimientos estelares suceden en el cielo de la política sobre nuestras cabezas, la gran energía que libera el poder y que a veces llueve sobre la modestia de nuestros jardines y la brevedad de nuestros patios.

Desde abajo, nos ocupamos de cosas terrenales, como ese otro colapso: la pandemia. Las colas de los desfavorecidos y los desempleados escuchan levemente el rumor de las esferas cósmicas, el hermoso cataclismo de los cielos, pero es el agujero de los bolsillos el que duele, el que se traga la luz de la esperanza.

La microeconomía espera el maná europeo, que se enfrenta a las angosturas burocráticas y a los exámenes de idoneidad democrática, pero más arriba, fuera de la atmósfera, los grandes bancos se aparean, callados y ausentes en su gloria estelar, para producir los hijos más fuertes y capaces de las galaxias financieras. Así lo exigen, al parecer, las leyes de la supervivencia y el éxito en esos territorios siderales.

Pasan grandes cosas, sí, mientras lo pequeño se desvanece. Algunos se preguntan si son síntomas de la gran caída, estertores de la antesala del fin del mundo tal y como lo conocimos. La pandemia deja muerte y pobreza y una frialdad cósmica que recorre el espinazo. La falta de empatía es el brillo acerado de este tiempo, el reflejo del sálvese quien pueda, la herida purulenta del contagio del miedo.

La vida sigue con sus planetas y sus choques cenitales, el universo sigue ajeno enfrascado en su batalla, la política libra conflictos formidables que en nada menguan nuestra angustia. Somos apenas polvo de estrellas, el recuerdo de un sueño, la masa que contempla el colapso. Nuestro reino por una vacuna.

Así lo cree Pablo Servigne (ayer, en El Mundo), experto en colapsología. La civilización va camino de la autodestrucción. El mundo debe avanzar de otra manera porque, dice, el progreso tal y como lo conocemos es morir. Quizás es un optimista bien informado.