Sin Javier Marías

José Miguel Giráldez

QUE no estuviera presente en la última página de El País Semanal me dio pistas de que algo pasaba. Su columna, bellamente titulada La zona fantasma, había desaparecido, y en las semanas anteriores sus habitualmente nada complacientes textos habían sido sustituidos por un curioso relato, lo que interpreté, en realidad, como una concesión a los días calurosos de julio.

Ayer supimos que Javier Marías había muerto, tan próximo a la desaparición de Isabel II: él, que tuvo mucho que ver con Inglaterra. Serán múltiples los obituarios y también los repasos urgentes de su larga producción literaria, algo que juzgo imposible. Al contrario, Marías necesita exactitud y lentitud, pero ya sabemos que vivimos tiempos de vértigo y que todo se despacha a toda velocidad. Ya digo, no ha lugar con él.

Es, en efecto, muy difícil hacer un análisis breve de una obra extraordinaria, compleja y diversa. Yo recalé en Marías con Todas las almas, libro ideal para anclarse en su literatura, si consideramos que es un texto fundacional y en cierta medida autobiográfico. Ya han pasado décadas, pero ahí está el germen de lo inglés en Marías, quizás más que lo anglosajón, junto a otras pasiones que derivarían en su labor traductora. Los escritores que traducen me dan más confianza.

Luego he utilizado en mis clases, sistemáticamente, su versión de El Crepúsculo Celta y otras historias (no todas traducidas por él), que forman parte de ese libro mágico de W.B. Yeats que es Mitologías (Acantilado). Ahí encuentro al Javier Marías que luego florece en las novelas, con poso inglés, innegable y shakespeareano desde los mismos títulos. La prosa compleja, la sintaxis que demanda atención delicada del lector, nace sin duda de esa fusión, o lo que sea, con otras culturas y lenguas, sin por ello traicionar el español. La traducción es una gran escuela, una gran fuente de sabiduría.

Me ha gustado que Javier Marías haya dedicado su última columna, precisamente, a la traducción. No sabía que era su última columna cuando la escribió, ni creo que lo sospechase, pero curiosamente enlaza con sus comienzos, cierra el círculo de su extraordinaria labor literaria. El regreso a sus favoritos, Conrad, Sterne (mi favorito, también) y Browne, más desconocido, me ha emocionado, porque dice mucho del tamaño de sus pensamientos sobre la literatura. Y aunque me haya disgustado esa mención al “sobadísimo Ulysses de Joyce” (ahí sí que no puedo estar de acuerdo), la cosa se compensa con el recuerdo del gran irlandés Thomas Shelton, el primer traductor del Quijote, magnífico, por cierto. Habla Marías de la generosidad del traductor, indiscutible, y se queja de que esa profesión nunca haya estado bien remunerada. No estaría mal que empezara a estarlo.

Poco más puedo decir en tan breves líneas sobre el autor recién desaparecido. Sus historias tienen el peso de los clásicos, pero su lenguaje es, en realidad, lo que más me interesa. Sus columnas en El País Semanal (juraría que las he leído todas, y era lo primero que leía) han sido polémicas, lo cual es un buen síntoma. Se le acusó de quejarse en exceso de todo, pero creo que se quejaba más bien de cómo la estupidez iba ganando terreno en este mundo. No es que estuviera de acuerdo en todo, aunque sí en mucho, pero uno no lee sólo para que le den la razón. Javier Marías escribía fuera de los dogmas y los dictados. Lo echaré de menos, en esa zona fantasma, donde seguramente esté por largo tiempo, aunque sea descansando en silencio.