Y llegó el martes

Firmas
José Miguel Giráldez

SUPONGO que las elecciones madrileñas de hoy provocarán cierta extrañeza en el resto de España, mayormente dedicado a sus asuntos. Tras la fiesta, en la capital por fin llegan a las urnas, después de haber montado un pollo de cuidado, pero el resto del país está a lo suyo, aunque mirando de reojo a la pantalla, como quien mira el marcador, minuto y resultado.

Los analistas de la cosa aseguran que hoy se marca el destino de España y tal y cual. Ya saben. Está bien creer que todo se fragua en el centro, pero es un pensamiento antiguo y algo prepotente. Las corrientes que mueven un país tan grande son mucho más poderosas que las que brotan de ese núcleo energético que tiene a La Moncloa bastante cerca. Aún así, dicen que Sánchez se lo ha tomado como algo personal. Sus arúspices parecían creer en el carácter premonitorio de las urnas de Madrid. La lucha final entre Ayuso y Sánchez ha quedado de perlas como cartel, pero está por ver.

Por eso, mientras España va a lo suyo, envuelta en la pandemia cuyas cifras deberían remitir, mientras vuelve el sol por un momento, en Madrid se van de urnas a media semana, que mola. No es la primera vez, ya saben, que esto ocurre. La fiesta de la democracia, como se le suele llamar, fue dejándose para el domingo, porque tiene su cosa eso de ir a votar a la hora del aperitivo, y también a otras. Un martes queda un poco raro, pero habrá sido estrategia.

Las televisiones estarán cargando los programas de la noche, compitiendo con la Liga de Campeones, ya te digo. Menos mal que el Madrid juega el miércoles, si no me he informado mal. Serían dos movidas conjuntas demasiado fuertes, una batalla por la audiencia entre los analistas y Roncero. La mayoría cree que las elecciones son más pronosticables que el final de la liga de fútbol.

No creo que España se la juegue en Madrid (con el tiempo, puede que sea justo al contrario), pero admito que algunos líderes, por no decir todos, se lo han tomado como un plebiscito personal, como una demostración de fuerza, o, al menos, como una forma de resucitar. Eso hizo que la campaña fuera tan personalista como probablemente inútil. Ha servido, sin embargo, al espectáculo. Y puede que eso sea mucho en los tiempos que corren.

De ahí la intensidad del morbo que hoy se eleva sobre la ciudad y sobre todos los platós de informativos. Hay un morbo sembrado por esta campaña a garrotazos verbales, esta campaña goyesca, y las televisiones, por supuesto, lo saben. Es posible que los madrileños contemplen el discurrir de la noche con la misma implicación con la que Roncero ve al Madrid. Después de haber vivido la campaña del ruido y la furia tal vez agradezcan un poco de silencio.

Pero el resto de España mirará hacia la pantalla con curiosidad. Esa curiosidad que se deriva de cómo han cambiado los tiempos, de cómo todo es ahora vertiginoso, maniqueo y a ratos terrible. ¿Tenemos que ver con todo eso? ¿Intervenimos en ello o somos sólo espectadores? Puede que la noche atraiga desde el punto de vista televisivo, como la telerrealidad o una final de fútbol, pero me pregunto si, políticamente, no es motivo de preocupación.

Y luego vendrá el postpartido. El tercer tiempo. Si se fijan, más allá de ganar las elecciones, cada candidato tiene su objetivo personal e individual en la recámara: llegado el caso, podrían asegurar que han ganado, aunque hayan perdido. Tampoco faltan los que creen que se puede perder incluso ganando. Ojalá, eso sí, que hayamos tocado techo (o más bien fondo) en la gran verbena de la demagogia.