Aprender entre tanta mole, sin más ni más

Firmas
Pilar Alén
torres de la catedral con El Pedroso al fondo. Foto: A. P.

Han venido a visitarnos unas estudiantes especiales, de edad madura, pero curiosas -en el buen sentido- como nadie.

Han visitado casi todo el centro de Santiago y, particularmente, su catedral y edificios emblemáticos.

Conocían el templo santo, pero no en toda su hondura. Imposible hacerlo en media vida por mucho que uno viva. Lo que ya no les sonaba tanto era la mole (perdón por la expresión: lo digo con afecto) que se encuentra casi a su altura: el monasterio de S. Martín Pinario. Allí comieron y descansaron un rato, tiempo en el que pudieron apreciar su refectorio, del que no perdieron detalle de su belleza y estructura. Ni de alguno de sus claustros, donde incluso cantaron una pícara coplilla.

No eran conscientes de sus dimensiones por mucho que se las comentaron: el segundo más grande de España, tras el faraónico de S. Lorenzo de El Escorial.

Solo lo comprendieron cuando, por gentileza de quien el grupo dirigía, pudieron alcanzar la cima más alta de la ciudad: las cubiertas de la Facultad de Xeografía e Historia, lugar reservado para privilegiados.

Ahí sí se hizo patente la visibilidad que desde arriba se alcanza. Todo un 3D de Santiago y alrededores, donde se ve desde El Pedroso hasta el Pico Sacro, más toda la ciudad compostelana, con sus edificios altos y bajos, nobles y populares, civiles y sacros.

Disfrute para los sentidos. Cálculo de titanes. ¿Quién es más grande: el templo santo o S. Martín Pinario? Poca duda queda. La mole se derrumba, y se pone en evidencia que, sin duda, el monasterio supera en metros cuadrados a la catedral compostelana.

Y es que S. Martín es como una gran ciudad dónde, como en cuarterones y en zonas separadas, encontramos de todo: desde los restos de una antigua botica -de las que de todo remedio había- hasta la sala de exposición de grabados y otras piezas de una imprenta del XIX, o el amplio espacio dedicado a actividades culturales (exposiciones, conciertos, mercadillos y más tinglados). Amén -así sea- de dependencias para la docencia, la investigación, la lectura, el rezo o la venta de literatura y objetos litúrgicos.

Casi todo su apogeo se dio durante los ss. XVII-XVIII. A partir de 1835, con la desamortización, sus glorias se desvanecieron y la comunidad que lo habitaba y guardaba tuvo que rendirse y desaparecer de entre sus muros.

¿Y qué decir de la iglesia de tan gran monasterio? Por lo que a mí me toca más de cerca, apuntar que sus órganos -hoy silenciados por el tiempo- han sido de los más hermosos y originales de la península. Una belleza el artesonado que los corona y el decorado de algunos tubos. ¿Y su sonido? Habría que preguntar a quienes lo oyeron en pretéritos tiempos. Quizás no fuese tan armónico como el de otros de España. Ni tan siquiera como el de la catedral, pero a lugar tan favorecido por pingües ganancias bajo patrocinio señorial, no se le pudo haber negado lo mejor para recrear los oídos.

Está en el trascoro que, a modo de telón, separa la zona del presbiterio de la del pueblo fiel, en la nave central. Por eso queda medio escondido: si no se alza la vista y se adentra uno en ese espacio, no se divisa.

Lo peor es que muchas de sus piezas han desaparecido. Ante este nefasto hecho me sumo a lo que apunta un experto: «Volver a hacer sonar estos órganos, extraordinarios ejemplos del esplendor de lo organería barroca gallega, constituiría un gran beneficio para nuestro patrimonio cultural» (O. Valado).

A esto añado: recuperar actividades como tertulias, serenatas y demás eventos para habitantes y visitantes, sería un acierto y un bien para el patrimonio compostelano, además de una inyección moral para que otros espacios y monumentos, quizás no tan fastuosos, pero igualmente cuidados con esmero, hasta donde se pudo a lo largo de los siglos, siguieran sus pasos. Así podrían ir recuperándose las joyas de nuestro pasado, que es siempre memoria y esperanza de futuro.

Los descendientes de estas ávidas estudiantes de ahora no sólo nos lo agradecerían si no que seguirían escudriñando en su historia, en esa lección de vida que, como mole, o como piedra o cuasi leyenda, mantiene ocultas otras muchas vicisitudes inaccesibles a nuestros ojos y oídos.

Suenan repetidas veces palabras que no a todos gustan referidas a una ciudad que va más allá de lo que en sí significan: centro turístico y museístico, parque temático y lugar para escapadas. Todo en su justa medida tiene cabida si se quiere. O es prescindible si se desea. Lo que no cabe es perder de vista lo que supone recibir visitas tan entusiastas como las de esas gentes sabias, que disfrutan con las ansias de formarse y saber, sin más ni más.

¿Quién diría que nuestra catedral sería el foco de atención de tantos estudios y tantas gentes que hoy la miran y admiran, tras la restauración emprendida en los últimos años? ¿Quién se atrevía a pensar que de ahora en adelante el relato y la visión que de ella se tenía variaría tanto? Ergo...