Galanteos y coplas, cantatas y cafés con notas

Pilar Alén
Cartel de Café Airas Nunes (autor: Xosé Lois Freire Chico)

Dejamos carnavales y S. Valentín, fiestas en que gastronomía y música son comparsa e ingredientes esenciales. Ambas tienen sesgo jovial y democrático, con abundancia de ocurrencias y artes lisonjeras.

En urbe como Santiago, estudiantes en las calles y abarrotando locales, o románticas mesas con parejas entre flores y corazones, son estampas reiteradas, aunque este año, más añoradas por estar vetadas.

Parte del ocio recae en la hostelería y por fortuna, en la cultura, catapultada ahora como catalizador social ¡Gran descubrimiento, existiendo una retahíla de cafés teatros, literarios, filarmónicos o cantantes, con variopinta clientela, donde consumismo y activismo han convivido siempre!

La prensa del XIX incluye notas como esta singular advertencia: “que los mozos no amonesten directa ni indirectamente a las personas que se sientan en las mesas con el único y exclusivo objeto de tomar café, por el sencillo delito de hablar cuando la Sra. Soler canta (...). El Sr Fernández [dueño del local] no desconoce que el café no es teatro y que si muchos van al café, no van a oír a la cantante, sino a pasar un rato agradable, ya saboreando una copa de ron y marrasquino, o ya jugando una partida de dominó (...) Créanos (...) ese ¡chist! tan frecuente en sus purpuríneos labios producen muy mal efecto en las personas ilustradas a que dicho café concurren (1876).

Escrita dos siglos después de lo que hoy conocemos como cafés, y analizada desde el presente, refleja la sempiterna realidad entre intereses cruzados. Y es que dejarse seducir por viandas y armonías son hábitos -virtudes o vicios, según se mida y mire- que acompañan al hombre desde las catervas.

Los pueblos primitivos ni reparaban en ello, pero a más cultura mayor retraimiento de las gentes, con el artificial reparto entre culto/popular, individual/social o lo considerado políticamente correcto. No obstante, hasta el romanticismo, intérpretes y músicos lucían su arte en medio del griterío y desdén de la gente, tan atenta a los manjares como al talento.

¿Quién no conoce filmes como Farinelli, Amadeus o Copyng Beethoven? Obviando lo cinematográfico y sus licencias, muestran escenas que no dejan de tener su encanto, quizás por su persistente cercanía.

¿Han reparado en cómo, al cantar el castrato, todos aplauden a rabiar, mientras una damisela sorbe -en taza de porcelana, levantando el meñique- un reconfortante brebaje? ¿Y en las bandejas de delicatessen de la golosa y melómana Viena mozartiana? ¿O en el concentrado Beethoven afanado en dirigir su Novena, mientras un personaje grotesco traga un santo remedio para digerir tan elevada subida de tensión y emoción?

No quedan en Galicia detalladas crónicas de esa época, ni teatros dieciochescos. Los coquetos cortinones decimonónicos, entonan más con una sociedad burguesa o de clase media -que intenta emular a una aristocracia que apenas conoce- que con teatros de comedias o cortes principescas.

Andando el tiempo, la música se desterró a salas de escucha (auditorios y similares) y el café a locales de ocio (cafeterías y otros tales), como Dios manda, dirán algunos, con razón o sin ella.

De lejos viene la controversia. ¿Quién ignora los macroconciertos en coliseos cubiertos, o en campos al raso, rumiando canciones y meneando caderas al son de grandes astros del espectro musical? Incluso se acondicionan antiguos anfiteatros para actos culturales en los que, sobre pétreas gradas, rodeados de vendedores de bocatas y refrescos, se desarrollan monumentales eventos. ¿Resulta extraño?... Al tiempo, cierto, un público aficionado, entendido o snob, se refugia en salas ad hoc, en busca de matices solo apreciables en el más estricto silencio. Entre estos extremos hay una variopinta gradación.

No pensó lo mismo J. S. Bach (1685-1750), músico culto y piadoso donde los haya, y asimismo asiduo cliente del Zimmermannsche Kaffechaus de Leipzig. Para ese entorno y el Collegium Musicum compuso un ramillete de piezas profanas, entre las que destaca su Cantata del café: una breve opereta, de aire distendido y ácido, centrada en una divertida disputa paternofilial a causa del consumo de la fémina de tan aromático placer.

Disfrútenla en una de esas señeras cafeterías -con auriculares inalámbricos no levantarán recelos- y harán bien a sector tan asfixiado como demandado. Si prefieren su cómodo sofá, degústenla despacio, saboreando cada sorbo y empapándose de cada nota, delante de un Nespresso, Dolce Gusto o de un café de pota.

O bien fomenten cafés solidarios, pues gozar y prestar ayuda, combinan en feliz maridaje en todo tiempo y cultura.

Pilar Alén