|| nosotros y cía ||

Aquellos de antaño sí que eran buenos electrodomésticos

Periodismo de autor
Ángel Orgaz
Boca de riego en el campus sur de la Universidade de Santiago. Foto: Antonio Hernández

En casa estamos muy tristes, de luto tecnológico. La pasada semana enterramos a nuestro frigorífico tras la friolera, nunca mejor dicho, de más de 22 años refrigerándonos los alimentos.

¡Vaya campeón! Un auténtico Zanussi, de los de toda la vida. Sencillo, de diseño sobrio, por supuesto de color blanco y no hacía hielos ni disponía de ninguna historia rara. Lo más avanzado con que contaba era que tenía dos puertas, una arriba para el congelador, en el que apenas cabían dos pizzas, unas cubiteras, dos paquetes de guisantes y un pack de helados, y otra debajo para lo que era la nevera en sí.

Eso sí, no dio ni una tos en su feliz y familiar y acogedora vida. Y amor tuvo mucho, todo el que reclamaba y el que espontáneamente estuvimos dispuestos a darle, que no fue poco, no se crean.

Esta terrible pérdida me recordó otro duelo doloroso sobremanera, el de un vídeo VHS de marca Funai que soportó durante años con una entereza y fortaleza que para sí ya quisieran Arnold Schwarzenegger o Jason Statham miles de rebobinados, un número infinito de grabaciones, programaciones imposibles que realizaban mis hijos cuando eran niños.

Y ahí estuvo, años y años de visión impoluta, clara, grabaciones limpias y pausas sin molestas rayas gracias a su excelente tracking.

Esos eran electrodomésticos, de esos de los que sus eslóganes te prometían que te harían la vida más fácil.

¡Y era verdad!

No como ahora, que si life, que si de luxe, que si like, que si leches. Eso que llaman obsolescencia programada no solo terminó con una estirpe de aparatos del hogar que acaban siendo más queridos que algunos parientes, sino que terminó con nuestra paz, con nuestra tranquilidad, con nuestra paciencia.

Hemos aceptado como borregos la estafa que supone que nos vendan un dispositivo que ya de antemano tiene programada una vida y después..., después la nada.

Bueno, no es del todo cierto. Después..., después volver a pagar por el mismo producto programado para su muerte, una maquinaria que va a durar un tiempo limitado, corto, tanto que no nos dará tiempo ni a encariñarnos.

Les confieso que mi teléfono móvil –no sé cuántos llevo ya– aún funciona después de tres años, pero no vean cómo, casi hay que darle cuerda por la mañana para que coja el wifi de casa, tarda decenas de segundos en visualizar una página web y ya no les digo cómo se eterniza el tiempo si se le pide algo complicado.

Si Albert Einstein hubiera tenido un smartphone como el mío, un servidor habría adivinado cómo se le ocurrió lo del espacio-tiempo: esperando hasta el aburrimiento.

¿Recuerdan ustedes aquellos teléfonos de mesa de los años 60 y 70, con su teclado, su auricular a prueba de caídas, con su cable resistente a tirones impensables hoy en día, hechos a prueba de apisonadoras, sin duda?

Y las televisiones... Mire que entonces eran feas, unos armatostes increíbles que pesaban un quintal, pero que funcionaban todo lo que de emisión tenía el día durante los 365 días del año.

¡Qué manera de aguantar!

Si se iba la imagen en una esquina, venía el técnico y cambiaba una lámpara por aquí, movía un transistor por allá, o, sencillamente, le daba un golpe y todo solucionado.

Ahora si a la smart TV le da el sol, se le funden los circuitos; si no le da el sol, se acatarra, y aunque la cuides como a la niña de tus ojos, el que la fabricó ya sabe cuándo va a hacer puf.

Y así podíamos estar páginas y páginas, hablando de las lavadoras de antes, las batidoras de antes, del molinillo de antes; todos duros, recios, hechos en metal, sin apenas plásticos y una maquinaria a prueba de picos de tensión y otras zarandajas.

Pero esto de ahora..., ¿será lo que llaman nueva tecnología, nuevos tiempos, avances?

Lo dije antes, es un engaño, un timo, una estafa, una auténtica tomadura de pelo a la que ningún Gobierno ni tribunal pone coto ni saca, al menos, los colores a los fabricantes y productores.

Se ríen de nosotros en nuestra cara y, quizás, nos lo merecemos.

Sepan que aún tengo mi Macintosh Classic. Solo necesita una fuente de alimentación, pero funciona sin necesidad de actualizaciones.

¡Qué triste estoy, cuánto añoro a aquellos maravillosos electrodomésticos!