{ CRÓNICAS COMPOSTELANAS }

Compostela: nostalgia del futuro

Darío Villanueva

Darío Villanueva

LA LECTURA DEL LIBRO escrito a diez manos por Antón Baamonde, Fernando Barros, Xerardo Estévez, Alfonso Salgado y Xosé Manuel Villanueva, recientemente publicado con el título Compostela como desexo, me hizo pensar en un oxímoron del poeta Fernando Pessoa que siempre me acompaña: nostalgia del futuro.

Porque la ciudad se construye con piedras y con personas, pero también con palabras. Necesita, desde su mismo nacimiento, un mito fundacional como el de Rómulo y Remo, mito que no necesariamente debe de alejarse radicalmente de la historia, pero que la dignifique verbalizándola de forma retóricamente eminente. Y con posterioridad, precisa también que en sucesivos momentos de su trayectoria se escriba una y otra vez acerca de lo que la ciudad ha sido, pero sobre todo acerca de lo que pueda llegar a ser.

En pocas urbes europeas aquella construcción mitológica ha sido tan alambicada y eficaz como en Compostela, pues ha llegado incluso a erigir todo un camino globalizador que desde el Medievo sigue redobladamente vivo hasta nosotros.

Hace años, Maria Corti escribió sobre “la città como luogo mentale”, proceso que se realiza cuando la urbe se convierte en un escenario de ideas, hipótesis de la que ya se había ocupado Walter Benjamin. Pues bien, Santiago, desde sus primeros fundamentos es precisamente eso, un escenario de ideas, una especie de libro abierto sobre el que cada generación realiza su lectura. Y así el Santiago emblema de la lucha de religión, y por lo tanto del choque cultural más violento entre el Cristianismo y el Islam, puede dar paso al Santiago reinventado en la vastedad americana, desde el caribeño Santiago de los Caballeros al austral Santiago del Estero, símbolo allí de un sincretismo integrador entre lo europeo y lo autóctono, como también su camino significa hoy una vía ecuménica y pluralista, un camino de peregrinación y de perfección.

Ciudades como Compostela pueden vanagloriarse de un cuerpo retórico de escritura por ellas inspirada no menos voluminoso que el de la fábrica de sus catedrales, iglesias, palacios, casas, jardines y calles, hasta el extremo de que, sin recurrir a la iconografía, tan pródiga como la literatura en estos casos, con ellas se podría cumplir aquel mismo designio que James Joyce declaró que su propósito al escribir el Ulises había sido dar un retrato de Dublin tan completo que si un día súbitamente la ciudad desapareciese de la faz de la tierra pudiese ser reconstruida a partir de su novela.

Pero las ciudades no se escriben solo con palabras. Son también el resultado de impulsos constructivos visionarios que unas veces se quedaron en la realidad virtual de los planos y en otras llegan a configurar nuevos espacios urbanos.

Ninguna ciudad que represente una pieza patrimonial inexcusable de la Humanidad ha podido renunciar a estos proyectos más o menos ambiciosos, y pocas lo han logrado en las últimas décadas de un modo tan brillante como Compostela, tal y como ha sido reconocido y premiado ya en Europa con toda justicia. La libertad recuperada, el diálogo político y ciudadano, pero sobre todo la visión proyectiva y ambiciosa de quienes han estado al frente del gobierno comunal durante estos años cruciales, han demostrado con hechos lo razonable que era la utopía de preservar una ciudad histórica y artística de características emblemáticas proyectando sobre ella una dimensión de futuro, proceso que representaría sin duda alguna un hito trascendental en la evolución de Compostela.

Escribía Ortega y Gasset que nos pasamos la vida eligiendo entre lo uno y lo otro, lo que constituye un penoso destino porque la vida se cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada. Y esta máxima, escrita para sus lectores, quiero creer que vale también para las ciudades, que no son otra cosa que agrupaciones de personas, de casas, de aldeas. Una ciudad como la nuestra es una urbe histórica, artística, religiosa, administrativa, política. Es también, y muy notoriamente una ciudad educativa –no solo universitaria–, una ciudad sanitaria, comercial, una ciudad de encuentro internacional, y puede ser todavía más, como de hecho lo será, una ciudad posindustrial. Pero también podemos definirla como una ciudad internacional, un punto de encuentro, y una ciudad de comunicación por la concentración que en ella se produce de medios gráficos y audiovisuales, y de producción de mensajes, verbales o icónicos, para alimentarlos. En muchos de estos proyectos o definiciones interviene con decisión la Universidad, que ha secundado la historia de la ciudad, junto a la Iglesia y al gobierno municipal, desde hace ya cinco siglos, como una de esas cincuenta casas de estudios superiores de entre las seiscientas existentes en Europa que más y mejor se han integrado en la malla urbana, hasta el extremo de que a veces sea casi imposible trazar la línea divisoria entre lo que es ciudad y lo que es Universidad entre nosotros. Salvadas las considerables diferencias que son del caso, en Compostela se da la misma tripartición que constituye París desde el medievo, compuesta por la “ville” –la comunidad civil–, la “cité” –en la isla de Francia, con Notre-Dame–, y la “Université”, en la orilla izquierda del Sena.