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Censuras de la pulcra modernidad

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

EN POCOS DÍAS se ha apagado el eco de las correcciones a Roald Dahl, en parte atemperado por la decisión de Puffin de ofrecer también a los lectores la versión original, y que cada cual se maneje con sus neuronas. En estos pocos días he leído multitud de artículos al respecto, lo que la editorial y Dahl (o al menos sus herederos) seguro que agradecen. Por supuesto, algunos nos hemos echado las manos a la cabeza, como con cualquier forma de censura, y otros han creído entender que, más que un asunto lingüístico, aquí sólo hay un asunto comercial: vender o no vender, esta es la cuestión.

Me cuesta creer que una versión edulcorada, torpemente adaptada, al parecer, a los parámetros de vaya usted a saber qué idea de la modernidad, una versión sanadora, purificadora, limpia de polvo y paja, de Dahl (o de cualquier otro) vaya a tener más lectores y vaya a producir más beneficios que la (oh, cielos) muy denostada ahora versión auténtica de los cuentos. Pero quizás es que no me he enterado lo suficiente de lo que está pasando.

Por supuesto, todos somos conscientes de que algunos cuadros han sido retirados de algunos museos (Rubens aún resiste), otros sometidos a la opinión de los espectadores (¿qué hacemos con esto?: ¿depósito oscuro o sala iluminada?), como si todo el mundo pudiera opinar de todo (ese mal de hoy, armados con las herramientas todopoderosas de la tecnología, tan engañosas), como si el conocimiento o el fundamento no fueran más importantes que el impulso, la sensación, o la intención moral. Es, ya lo hemos dicho en más ocasiones, la manera más sencilla de cargarse la pintura, prácticamente de cualquier época histórica, pues si algo ha de tener el arte es su capacidad para provocar, para reinventar, para ir más allá de lo previsible.

Con la literatura, no es muy diferente. Más que dudar de la calidad literaria, que no sería mala idea, se duda de las intenciones del autor, de sus ideas, de su mirada, de sus adjetivos, de sus referencias históricas, y no se extrañen de que algunos duden hasta de lo que comen para desayunar. Si escribir es una tarea compleja, imagínense cómo será teniendo en cuenta todos esos corsés. Atar corto al escritor (la autocensura se propaga como un sarpullido pernicioso) sólo puede producir literatura domesticada y de baja calidad. Pero sabemos, sí, que en algunos lugares (la mayoría, afortunadamente, extranjeros) se ha prohibido esta o aquella obra, y no siempre la idea ha partido de sesudas autoridades, o de académicos, sino incluso de lectores con gran afán protector: ¿qué diablos hacen leyendo, si leer ha de ser una tarea de riesgo, una exploración, una aventura, y no un camino trillado y anodino?

Dahl no ha sido el primero en sufrir las huestes censoras y normalizadoras (valiente normalidad, ¿no creen?), ni será el último. Seguro que no. Empecinarse en el error es algo muy de moda. Que Puffin haya mostrado misericordia editorial por todos esos lectores, como yo, que prefieren alterar sus vidas con la literatura que no ha sido convenientemente descafeinada y filtrada en los laboratorios de la gloriosa corrección, no hace más que empeorar las cosas. Publicar la versión censurada, corregida y disminuida, al tiempo que se edita también la original (¡para esos incorregibles!) tiene algo de elección alimentaria, con y sin azúcar, con y sin grasa… Y ya sabe usted en qué lado se coloca si decide engullir la maldita grasa incorrecta…

Pero, en fin, en esto del lenguaje, lo importante es saber quién es el que manda. No lo digo yo, claro, sino Humpty Dumpty. El lenguaje tiene muchos recursos para sacudirse el casposo discurso biempensante. La ironía, la sátira, el humor: esos lugares tan peligrosos como absolutamente necesarios. No se extrañen de que el humor haya sido uno de los primeros en sufrir el cerco inquisitorial. La tragedia puebla con gran exceso los magacines, pero la comedia, ay, está rigurosamente vigilada. Hoy parece que el regodeo constante en la tragedia nos daña menos que el humor... Es verdad: provocar la risa siempre fue desestabilizador, un arma imbatible. Ahí aciertan.